Seamos amigos

Ha pasado el sopor de enero y comienzos de febrero, aunque a algunas personas ese sopor les llega hasta diciembre. Sin embargo no es mi caso, así que retomo el blog (de hecho ya lo hice con dos pequeños cuentos) espero que con mas diligencia que el año pasado, aunque no prometo.

No voy a hablar de mis épocas, cuando para tener amigos era necesario socializar con ellos, construir la confianza y un largo etcétera. No voy a hablar así por dos razones: primera, los que me conocen saben que aún es mi época. Y segunda y más importante, porque (aún aunque mis épocas hubieran pasado hace mucho tiempo) todavía toca hacer todas esas cosas para tener amigos. Toda esta perorata va hacia la utilización esa palabrita (amigo) en un ámbito que tiene un nombre técnico muy singular: web 2.0. En lenguaje común y corriente (parece mentira que esto sea hoy parte del lenguaje común y corriente), lo llamamos redes sociales, vamos, Facebook.

Juanita Perón tiene cinco mil setecientos treinta y ocho amigos. No son conocidos, no son contactos, compañeros, colegas, socios, simpatizantes, no. Son amigos, con todo lo que esa palabra implica.

El Número de Dunbar es una cifra teórica que el antropólogo Robin Dunbar definió en 1992 como un número cercano a 150 (la cifra es 149.8). Más información acerca de este número se puede encontrar por muchos lados, empezando por la propia Wikipedia, pero para efectos de esta entrada baste decir que ese número es, en teoría, el límite de contactos personales que puede tener un individuo en su grupo social.

El número promedio de contactos en Facebook es, según cifras de la misma red social y a fecha de febrero de 2010, 130. Podríamos pensar ingenuamente que la teoría se confirma, pero estamos olvidando un aspecto fundamental: ese número (130) es un promedio, mientras que en el caso del Número de Dunbar es, además, un límite. Y en Facebook sabemos de sobra (por casos como el de Juanita Perón y similares) que no.

Está claro que estos hechos son conocidos y aceptados por muchísima gente, que lo que yo estoy acá diciendo en realidad nada tiene de nuevo. Los que tienen miles y miles de «amigos» en redes sociales (especialmente Facebook) simplemente no ven eso como algo malo. Conozco varios casos y al preguntar acerca del porqué de la gran cantidad de contactos, responden que para ellos no es algo trascendental, Facebook es sólo un juego y no refleja en absoluto su vida social real.

Por otro lado, lo que sí me causa bastante impresión es que muchas de estas personas (y en general casi todo el resto también pero el riesgo, al escoger más detenidamente a sus contactos, es menor) no tienen reparo ni cuidado al publicar todo tipo de información sensible en el jueguito. Un criminal podría fácilmente descifrar muchísimas cosas de una persona, pasando desde su círculo social cercano hasta su domicilio, con sólo mirar unas cuantas fotografías. Claro, todos tenemos derecho a publicar lo que hacemos y de lo que estamos orgullosos, pero yo insto a que escojamos con más cuidado quiénes van a tener acceso a esa información. Publiquemos no sólo pensando que nuestros amigos lo verán, sino también que será, al fin y al cabo, publico. Esto significa que nuestro contenido será visto por muchas más personas de lo que inicialmente tenemos pensado.

El mundo virtual es un reflejo del mundo real. Allí afuera también hay personas malas aunque, como en el mundo real, son muchísimas menos que las buenas.

Espiral

[Este es un pequeño cuento que me salió de la nada una noche en que intentaba dormirme].

Una buena mañana el doctor Martínez despertó en su cama, como solía hacerlo todas las buenas mañanas. No era médico ni tenía doctorado, pero sus subordinados le decían doctor, y eso le gustaba. El doctor Martínez, sin embargo, se despertó del lado de la cama opuesto al cual se había acostado la noche anterior. Ahora sus pies descansaban cómodamente sobre la almohada. Durante unos segundos meditó sobre ese extraño hecho, pero no le dio importancia al final. Después de todo, muchas cosas raras le habían estado pasado en los últimos meses y tenía que llegar temprano al trabajo. Se levantó, se dio una ducha con agua fría y salió. Desayunó de camino dentro del carro un emparedado que le había quedado de la noche anterior pero que aún estaba en buen estado. Llegó al trabajo, entró en el edificio, saludó monótonamente a algunos empleados y entró en su oficina. Trabajó. Luego salió, almorzó, y volvió a entrar. Trabajó. Luego salió, se subió al carro y manejó de vuelta. Cenó, miró televisión, luego se acostó a dormir en su cama, con la cabeza sobre la almohada.

A la siguiente mañana, el doctor Martínez despertó como solía hacerlo casi todas las mañanas, acostado. Sólo que ésta vez despertó en el sofá de la sala. El doctor Martínez en realidad no era médico ni tenía doctorado, y Martínez no era su apelldo sino su nombre; sin embargo, en el trabajo todos le decían doctor Martínez pensando que era su apellido, y eso no le molestaba. Meditó algunos minutos acerca del hecho de acostarse en la cama y despertar en el sofá de la sala, pero al final no le vio demasiada importancia. Tenía que llegar temprano al trabajo, de modo que se duchó con agua fría, desayunó y tomó un taxi hacia el edificio de la corporación. Entró en el ascensor, subió y entró a su oficina. Trabajó, pidió almuerzo a su oficina, y siguió trabajando. Luego de terminar el trabajo se despidió monótonamente de algunos empleados y salió en taxi hacia su apartamento. Se quitó la corbata, prendió el televisor de la sala y comió en silencio pan con mantequilla y jamón en el comedor. Apagó el televisor, revisó su correo electrónico, escribió unos mensajes y recibió otros. Luego se acostó a dormir en su cama, con la cabeza sobre la almohada.

A la siguiente mañana estaba lloviendo. El doctor Martínez se despertó como solía hacerlo casi todas las mañanas. El doctor Martínez no era médico ni tenía doctorado, pero sabía mucho más acerca de su trabajo que muchos de esos pelagatos que sí merecen ser llamados doctor. El doctor Martínez meditó algunos instantes sobre el hecho de que donde se encontraba ahora no parecía ser su apartamento. No, no era su apartamento. Sin embargo no le dio mucha importancia, después de todo muchas cosas extrañas estaban pasando últimamente. Salió de la alcoba que no era la suya, saludó amablemente una esposa que no conocía, se duchó con agua caliente y tomó un desayuno que no tuvo que preparar. Luego salió de la casa y se fue manejando hasta el edificio de la compañía. Al llegar, su jefe lo estaba esperando para comunicarle que ese sería su último día en la compañía. Al doctor Martínez se le había olvidado lo del despido, pero no le dio mucha importancia cuando se lo recordaron. Trabajó, almorzó y volvió a trabajar. Cuando hubo terminado la jornada, manejó hasta su apartamento. Al llegar a la puerta, no pudo abrir. Entonces se acordó que había mandado cambiar las guardas, de modo que buscó en su billetera la nueva llave. Entró, comió algo de la comida que había quedado de la noche anterior y se duchó con agua fría. Su desconocida esposa tenía una buena sazón. Luego se acostó en su cama, con la cabeza sobre la almohada.

A la mañana siguiente el doctor Ramírez se despertó como solía hacerlo casi todas las buenas mañanas. El doctor Ramírez en realidad no era médico ni tenía doctorado, pero poseía un hermoso loro con el que hablaba casi todos los días. No era casado y había vivido solo durante la mayor parte de su vida, pero no era algo para lamentarse. El doctor Ramírez meditó mientras tendía su cama sobre el extraño hecho de que le parecía haberse llamado Martínez hasta hace poco tiempo, pero al final no le dio mucha importancia. Después de todo, en su documento de identidad decía claramente que su nombre era Ramírez. Salió de su habitación y desayunó en la sala mientras veía el reporte del clima. Luego se fue al trabajo manejando. Al llegar, entró al edificio, saludó algunos empleados amablemente y se metió en su oficina. Trabajó. Luego de terminado el trabajo, salió del edificio y tomó un taxi hasta su apartamento. Entró con la nueva llave, se preparó avena y la tomó mientras miraba su correo electrónico. Envió algunos mensaje y recibió otros. Se duchó con agua fría y se acostó a dormir en su cama, con la cabeza sobre la almohada.

En la mitad de la noche el doctor Ramírez se despertó sudando frío. No pudo ver nada puesto que el ambiente estaba muy oscuro, pero le pareció que se encontraba en un espacio realmente pequeño. Trató de usar sus otros sentidos. Lo único que pudo oler fue un nauseabundo hedor que le penetró los pulmones con demasiada facilidad. Lo único que pudo oír fue un sonido parecido al de las manos de alguien cuando están llenas de jabón y frotándose entre sí. Lo único que pudo sentir fueron pequeños gusanos, miles de ellos, penetrando cada fibra de su cuerpo. No pudo saborear nada, ya que al parecer no tenía lengua. Levantó la mano, pero ésta chocó con violencia contra la tapa del ataúd. El doctor Ramírez meditó durante varios años sobre el hecho de haberse acostado en su cama y haber despertado en un ataúd. Al final no le dio mucha importancia y se volvió a dormir, con su cráneo levemente separado del resto de su esqueleto.

A la mañana siguiente, el doctor Martínez se despertó en su cama, con la cabeza sobre la almohada. Se levantó, desayunó huevos con café y salió manejando hacia el trabajo.

Trabajo

Perfecto, más estudiantes. Para Alfonso, el administrador del local, la noche simplemente no puede estar peor. Además de que el sitio está casi vacío, los pocos clientes que hay tienen cara de estudiantes como nunca. Los estudiantes son malos; piden una ronda y se demoran media hora, sólo miran a las muchachas y uno de cada diez hace el gasto. Los que acaban de entrar no son demasiado diferentes, salvo que estos vienen en evidente estado de embriaguez. Peor aún. Sin embargo apura a alguien para atenderlos, nunca pierde la esperanza y el grupo viene bien vestido, puede que incluso con las billeteras holgadas. Son tres, piden tres cervezas.

Ahora es el turno de Marly de pasar a la barra. Tiene ganas de vomitar, las copas de aguardiente que le dio el DJ le surtieron efecto antes de lo esperado. Un buen muchacho, trata de sacar adelante su carrera musical, pero Marly duda que empezar en un prostíbulo le de muy buena fama. Marly es, claro su nombre artístico; sólo unos pocos clientes especiales y el dueño del negocio saben que en realidad se llama Diana, que tiene dos hermosos hijos y que muy pronto va a salir de ese hueco para ponerse a estudiar un técnico en sistemas. De hecho sólo esos clientes especiales saben lo del técnico, mismos clientes que son especiales porque la visitan semanalmente sin falta desde hace más de tres años. Marly extraña ahora esos días, cuando aún era de las más deseadas de La Guitarra y podía en una noche hacer suficiente como para pagar quince días de arriendo. Ahora vive con el diario, no puede darse el lujo de ahorrar.

Se sube a la suerte de pasarela con una barra en el medio que hay en la mitad del salón y empieza a bailar la música que Nacho pone. Tres muchachos universitarios entran desde la estrecha escalera que sube al salón principal, don Gerardo les alcanza tres cervezas. El estado en que los ve le hace aumentar sus náuseas. Pero no puede permitirse perder el control así que aparta la mirada y decide acabar con el show rápido. Se quita el sostén. Don Alfonso le hace señas para que baje la velocidad; afortunadamente el aire frío en sus pechos le calma el mareo y obedece. Aquellos muchachos están borrachos, no van a aguantar demasiado.

Aunque el mundo le da vueltas a una velocidad mayor a la que normalmente lo hace, Jairo y sus dos amigos piden las tres cervezas, sabiendo que muy probablemente serán la únicas que pidan en todo lo que queda de noche, que no es mucho. Demora cerca de cinco minutos para dar el primer sorbo. César demora el doble, mientras que Mario toma inmediatamente el viejo las pone sobre la mesa. Es un viejo de unos sesenta años que siempre está atendiendo ahí, obediente a las órdenes del administrador. El local está vacío. Una rubia baila desnuda en la pasarela al ritmo de «75 Brazil Street» mientras un puñado de hombres, en su gran mayoría con aspecto de estudiantes, la mira desde abajo. Jairo y sus amigos están lejos de la pasarela, pero los tres tienen pensado bajar para ver un poco más de cerca. Sí que está vacío el local.

Casi al tiempo pero sin programarlo, los tres se levantan para bajar cerca de la prostituta que baila desnuda. Las sillas vacías sobran, de modo que se hacen a un buen puesto cerca de la barra donde Marly, como la anuncia el bastante mediocre DJ, cuelga en una posición que a César se le antoja imposible. Se acaba la canción y la mujer se baja de la tarima, se cambia y se pierde. Ahora uno de los grupos más numerosos, unos seis jóvenes que estaban en un rincón, se levanta y se dispone a salir. El local se va vaciando poco a poco y César cree que los próximos serán ellos. Sus pensamientos cambian por la mujer que el DJ anuncia.

Cristal se prepara para subir a la tarima. Reconoce al grupo de tres muchachos que están sentados al lado de la barra, pero debe admitir que nunca los había visto en tal estado. Uno de ellos parece a punto de vomitar, con la cabeza apoyada en las manos, apoyadas en las rodillas. Los otros dos parecen menos ebrios y la miran decididamente. Es evidente que también la han reconocido; ya tiene a quién dedicarle este show. La música empieza, Nacho está animado. Ahora Cristal también lo está, no sabe por qué pero la presencia de esos tres la reconforta. Tal vez es porque siempre que visitan La Guitarra alguno consume. Hace buena cara y se dispone a bailar, se toma su tiempo en quitarse el sostén, pero cuando lo hace, lo hace mirando al grupo que le devolvió el ánimo en la noche. Algo anda mal. Uno de ellos no le mira los senos, la mira a los ojos. Es una mirada perdida, con una sonrisa sosa dibujada en la cara, pero definitivamente es a los ojos y no a los senos. No sabe cuánto tiempo transcurre en ese encuentro pero le parece que es demasiado así que aparta la mirada y se dirige a un extremo de la pasarela. Antes de caminar, lo vuelve a mirar por el rabillo del ojo y él hace una mueca burlona. A Cristal le parece que ya tiene cliente asegurado.

Mario está satisfecho, siempre quiso mirar a una prostituta a los ojos mientras hace su trabajo, y que ella supiera que él la miraba. Va a acabar su cerveza así que mira a César para percatarse del nivel de la de él. Pero no alcanza a verlo porque éste le hace una seña, le da dos cervezas comenzadas, se pone de pie junto con Jairo y ambos salen del salón. Mario supone que en realidad sí tenían dinero y no pudieron aguantarse las ganas.

Cristal ve a dos de los muchachos salir en dirección a los baños, mientras que el que la miró sigue ahí.

A Mario le parece un tiempo muy corto para un polvo pero después de todo Jairo está en bastante mal estado y todo es posible. Ya va acabando una de las cervezas que César le dio al partir, pero la deja en el suelo junto con la otra. Se van.

Cristal los ve levantarse e irse. Menudos hijos de puta.