Occidente

De todas las culturas que han pasado por la faz del planeta, la civilización occidental es la que más le ha infringido daño. La, inevitable por su misma naturaleza, falta de valores de sus esferas más altas la hacen blanco fácil del derroche y la desigualdad que tanto la caracterizan. Lo irónico del asunto es que, aún aunque el mundo entero conoce sus puntos flacos y sus inocultables errores de definición, no es secreto que la inmensa gran mayoría de países busca parecerse en la mayor medida posible a Occidente, aparentemente desconociendo (aunque en mi humilde opinión haciéndose los de oídos sordos) los aberrantes efectos colaterales de su implementación a nivel masivo.

Una cosa piensa el burro…

Si se hiciera una encuesta a nivel nacional se encontraría que la población colombiana se considera occidental. Claro, esto teniendo en cuenta que el colombiano promedio supiese acaso qué significa el término; el punto es que el conjunto de valores que nos rige no se diferencia mucho de el conjunto de valores que rige a los ciudadanos de los Estados Unidos o de Inglaterra. Tal vez nosotros añadimos un poco de importancia a la familia y la religión, y se la quitamos a los escrúpulos y el control de los instintos animales de supervivencia que heredamos de los simios, pero en últimas las diferencias no son demasiadas.

Lo más importante, nos encanta ser occidentales. Nos sentimos orgullosos cuando nos identificamos con situaciones ridículamente imposibles en la películas estadounidenses o cuando gastamos millones en un centro comercial; de alguna manera nos sentimos superiores cuando nos comemos una hamburguesa en un McDonald’s y vacíos si nos perdemos de los últimos chismes de la farándula, ya sea criolla o, mal llamada, internacional. Nos medimos por el número de pulgadas en las que disfrutamos en alta definición (ya quisiéramos) nuestras series y novelas favoritas o por el número de tarjetas crédito o débito que tenemos.

Y claro, como no, miramos con cierta desconfianza todo lo que no nos huela a occidente. La gran mayoría de países africanos simplemente son países muy pobres dirigidos por dictadores déspotas que explotan a sus pueblos, que tampoco es que valgan mucho el esfuerzo de un rescate, ya que son una plaga de tribus incivilizadas, desunidas y en guerra permanente la una con la otra, un par de leones y una que otra pirámide. El medio oriente está poblado por unos bárbaros asesinos terroristas que sólo creen en la realidad de su religión, y la totalidad de los habitantes del resto del continente asiático son chinitos o indiecitos, tan bonitos ellos, tan raras sus costumbres. En Oceanía hay koalas, canguros y algunas personas civilizadas; se sabe que son civilizadas porque hablan en inglés. La fuente de todo mal en las películas viene de Rusia, una tierra árida y fría de gente amante del vodka, las armas y las putas. Por cierto, decir Europa Oriental es lo mismo que decir Rusia, sólo que más triste. En cuanto a los polos, son campo de estudio para los científicos, por supuesto, de occidente.

Hacemos de los enemigos de la democracia y del capitalismo (y de los Estados Unidos de América) nuestros enemigos. Abrazamos gustosos los carros innecesariamente grandes y hacemos de los excesos nuestro estilo de vida particular. Vivimos en pos del dinero, justificamos el medio con el fin y juramos tener creencias religiosas, curiosa e inexplicablemente contradictorias con nuestras acciones diarias. Glorificamos nuestras tradiciones folclóricas de cuando en cuando, como para recordarnos a nosotros mismos que en algún momento de nuestra historia, hace tanto tiempo que no podemos o no queremos recordar, no hicimos parte de ese occidente vibrante, cuna de todo avance de la especie.

Sí, qué bien se siente ser occidental, qué bien se siente estar en la cima de la humanidad, sobre todos esos plebeyos casi totalmente inútiles y prescindibles. Qué lindas se ven las gigantescas estructuras enchapadas en vidrio en toda su fachada, adornando los centros económicos de nuestras modernas metrópolis, tan altas, tan poderosas. Qué hermosos centros comerciales visitan nuestros compatriotas, tan pulcros, tan llenos de productos finamente diseñados, pensados para suplir una siempre justa demanda. La mano invisible siempre está actuando y no tiene preferencias, no hay por qué preocuparnos. A los corruptos les llegará su justicia, ya sea acá en la tierra o por parte de una mano divina; de todas maneras si una cosa nos han enseñado en Hollywood es que en un mundo libre como el nuestro siempre hay justicia, el malo siempre paga.

En todo caso, lo bueno es que somos occidentales pero aún así no tenemos que preocuparnos por los riesgos que ocupan a las administraciones europeas y norteamericanas; nuestra occidentalidad es inofensiva, no le hacemos daño a nadie y nadie nos hace daño. Bastante conveniente, ¿no?

…y otra el que lo está enjalmando

Bueno, hay algunas malas noticias: no somos occidentales. Al menos la gigantesca gran mayoría. Aunque personalmente encuentro esa nueva mas buena que mala, puede ser un poco chocante para algunos allí con una mesa en KFC. No somos occidentales; y a esa conclusión llego después no de mirar nuestras costumbres y modos de actuar y de pensar, sino de darme cuenta de los pensamientos de los que el mundo llama occidentales acerca de este asunto. Allá no consideran que ni Colombia, ni Latinoamérica (con la excepción tal vez de México), hacen parte de esa élite. Para ellos, muchas veces occidente es un sinónimo de primer mundo. Sí, así es: Japón, viéndolo desde este no muy errado punto de vista, es más occidental que nosotros.

Cuando un occidental llega a Japón espera que el choque cultural sea menos drástico que cuando viene a Venezuela, Ecuador o Colombia, por ejemplo. Espera encontrar más comodidades, que el ambiente sea más parecido a aquel que tiene en su lugar de origen, que el modo de hacer las cosas, de comprar y de vender, de consumir, sea aquel que forjó al mundo durante los siglos pasados. Y ciertamente sus expectativas siempre van a ser satisfechas: no va a encontrar todo igual, pero por lo menos sí más familiar de lo que lo encontraría en un país como el nuestro. Colombia no hace parte de los países occidentales, por más que su posición geográfica diga lo contrario.

Antes de que alguien se confunda y me tome mal, todo esto no lo digo con ánimo agitador o de reproche. Sólo lo digo para que tratemos de aceptar que nuestra naturaleza no es ser occidentales; acá en este lado del mundo hacemos las cosas de una manera diferente, y las leyes y reglas que se aplican allá no tienen por qué ser válidas acá. Lo escribo como una advertencia un poco pretenciosa para que comprendamos que si seguimos tratando de serlo, si seguimos intentando parecernos a ellos, algún día lo lograremos.

La imagen pertenece a Ben Reierson quien la comparte bajo Creative Commons.

El riesgo es que te quieras quedar

Es siempre un yunque pesado con el que un colombiano tiene que cargar en el exterior, por el sólo hecho de ser colombiano. A donde quiera que vayamos la gente siempre nos preguntará si conocimos a Pablo Escobar, si hemos visto los cultivos de coca, si somos de las FARC o si para nuestro próximo viaje nos pueden encargar unos kilitos para volverse millonarios. Más de una vez se preguntarán tontamente cómo es que no somos asquerosamente ricos, si la droga se vende tan bien en las calles del mundo desarrollado. Por más campaña publicitaria de el riesgo es que te quieras quedar que nuestro ministerio de relaciones exteriores haya expandido como la pólvora al rededor del mundo, parece ser que nadie puede borrar de las mentes de los habitantes de los otros cientos de países del globo esa imagen de Colombia como el país exportador de droga que fuimos y desafortunadamente somos y seremos.

A lo largo del poco tiempo que llevo viviendo en el exterior esa es a una de las tristes conclusiones que he llegado. Es muy poca la gente que me ha preguntado por los paisajes, por la comida o por la gente, comparada con los que me han preguntado por droga. Es por eso que aún estoy impresionado gratamente al ver que una amiga, no colombiana, que estuvo viviendo en mi país por un año, ha vuelto a su natal Austria y tiene, entre otras cosas, una gran bandera de Colombia pegada a la pared de su habitación, por lo que me pareció haberme percatado justo sobre la cabecera de su cama. Es difícil de creer que alguien como ella, tan primermundista, tan desarrollada, tan avanzada tecnológica y socialmente y sobre todo, viviendo en un mundo tan radicalmente diferente a lo que muchos de nosotros aún llamamos la patria boba, lograra desarrollar tanta empatía por la tierra que vio parir a Rojas Pinilla. Me refiero, por supuesto, a Tunja.

Y siguiendo con la cadena de pensamientos llegue a la conclusión de que, a lo mejor, muchos de nosotros como colombianos no sabemos en realidad lo que tenemos. Y de que tal vez, sólo tal vez, aquellos miles de extranjeros que aman a Colombia lo hagan por algo. Es posible, en ese caso, que lo bueno de Colombia sea algo más que los hermosos paisajes y las playas de siete colores. Es posible que lo bueno de Colombia sea algo no natural; es posible, incluso, que la actividad humana sobre aquel pedazo de planeta llamado hogar por más de cuarenta millones de esos mismos humanos haya dejado, después de todo, algo notable, algo bueno.

Muchos concordarán conmigo cuando digo que parece ser que los extranjeros que nos visitan conocen más lugares turísticos de nuestro país en dos semanas que los que nosotros hemos conocido en todas nuestras vidas. No sólo es que parezca ser, es que es. Aunque es posible que este sea un comportamiento del ser humano en general al, por ejemplo, mandar gente al espacio antes de haber explorado un poco más a fondo, valga la redundancia, el fondo de nuestros océanos, no puedo evitar cerrar animando al colombiano habitante de Colombia, si tiene los recursos, a que viaje por el país y trate darse cuenta por sí mismo que, después de todo, no todo es color de hormiga.

Imagen de Lucho Molina

El legado de los narcos

—Guten tag— me saludó el policía con una sincera sonrisa en la boca.

—Guten tag— dije, sabiendo que me estaba echando la soga al cuello: eso es lo único que puedo decir con fluidez en alemán.

El policía dijo algo dirigiéndose a mí, a lo que yo respondí:

—Sorry, I don’t speak German.

—Your passport, please— su sonrisa cómoda se mantenía.

Le pasé mi pasaporte y la expresión de su cara cambió radicalmente en menos tiempo del que pensé que eso fuera posible. Primero miró el lomo como quien mira a un objeto del que se tienen serias sospechas de que pueda explotar en cualquier momento. Luego, al encontrarlo inofensivo, lo abrió. Yo ya sabía lo que estaba pasando: se había percatado de mi nacionalidad, y la sonrisa bonachona reservada para europeos y estadounidenses había sido reemplazada por una escrutadora mirada. Subió de nuevo la mirada hacia mi cara y esta vez sus ojos parecían desconfiar de cada centímetro de mí.

—Do you speak English?— me preguntó, como si no pudiese creer que alguien de mis latitudes fuera capaz de aprender más de un idioma, como si las palabras cruzadas anteriormente hubieran sido con otra persona.

—I do.

—What is your birth date?

Respondí a la pregunta. Miró de nuevo mi pasaporte, miró mi foto, me miró a mí, miró de nuevo la foto. Le mostró mi pasaporte a su compañero. Ambos rieron con un gesto burlón. Volvió a su asunto con mi pasaporte, pasó las hojas, miró el diseño, miró la visa con detenimiento, miró de nuevo la foto, de nuevo a mí y de nuevo a la foto. Mientras tanto en la otra cabina pasaban y pasaban pasajeros. Media docena, por lo menos. Tecleó rápidamente en su teclado, una y otra vez. Al final se dio por vencido en encontrar más excusas para demorarme aún más e imprimió un sello secamente sobre mi documento. Me lo devolvió.

—Good flight.

Yo no dije nada.

Dos semanas antes la escena había sido similar, ya me estaba acostumbrando.

—Welcome to Germany, do you speak English?

—Yes.

—Can I have your passport, please?

—Here it is.

De nuevo el cambio súbito de cara.

—Why are you coming to Germany?

—I’m gonna visit a relative.

Ese es el tipo de preguntas que se podrían calificar de normales, sin embargo:

—Do you have a credit card?

—I got a debit card.

—Do you have cash?

—Yes.

—Are you living in the UK?

—Yes.

—Are you going back to Kolumbien?

—After I finish what I’m doing in England, yes, I’m coming back to Colombia.

—Where does you host in Germany live?

—He’s from Berlin.

—Do you have an invitation letter?

—Yes.

—Do you have it here?

Por supuesto, todas esas preguntas eran totalmente carentes de sentido, puesto que para obtener la visa Schengen me pidieron papeles para soportar todo, incluyendo una carta de invitación de mi huésped en Alemania. Antes del vuelo me había preguntado si debería llevar todos esos documentos conmigo. «No tiene sentido, pero por si las moscas», me dije.

—Yes.

Se la entregué, él la leyó rápidamente. Mi huésped era alemán de nacimiento y yo le había pedido expresamente que en la carta escribiera que mi hospedaje y alimentación corrían por cuenta de él. Al terminar de leer la carta el policía cambió de nuevo de semblante.

—Welcome to Germany, enjoy your stay—me dijo, mientras estampaba un sonoro sello en mi pasaporte. Me pareció que le ponía un especial énfasis a la palabra «stay».

Confieso que los hechos han sido mucho más suaves de lo que yo esperaba. Muchas historias había escuchado acerca de las porquerías que nos hacen a los colombianos en los aeropuertos europeos y cuando llegué a Londres estaba psicológicamente preparado para literalmente todo. Pero resultó que los policías londinenses del aeropuerto heathrow fueron más amables de lo esperado. De modo que al arribar al aeropuerto Schoenefeld de Berlín el trato que recibí me tomó un poco por sorpresa. Horas más tarde seguía pensando en el asunto y llegué a la conclusión de que, en retrospectiva, no había sido tan malo.

En todo caso Berlín es una ciudad que tiene para el visitante mucho más que ofrecer que una policía aeroportuaria con hormigas en la ingle.

Qué bonito

 Llegó la hora de la venta. Mi consciencia está en remate al mejor postor, empezando en $0. Ya he recibido algunas interesantes ofertas: tamales, lechona y whisky entran en la lista. Licuadoras, batidoras, hornos. Algunos son un poco más sensatos: mercados, dinero en efectivo. Pero todos, absolutamente todos, tratan de comprar mi voto. ¿Por qué? Pues, porque como he dicho antes, está en venta.

Eso no está mal;  igual el país no va a mejorar con que suba uno u otro, y si puedo sacar provecho de la situación con una que otra comida gratis, camisetas para mi familia y electrodomésticos, mejor. Cómo soy de vivo. Es que Colombia está mal es por el conflicto armado, porque inteligencia y malicia indígena es lo que nos sobra.

imageSi hay una cosa que me gusta de Antanas Mockus, es que va un poco más allá de la facilidad de nombrar un culpable para todos los problemas del país (caso del actual gobierno: FARC) y convencer a la población de que la solución a los mismos está en acabar ese culpable. No, Mockus la tiene un poco más clara. Sabe que la mayor parte de los problemas del país son causa directa de la cultura del colombiano, empezando por la viveza de la que tristemente tanto nos sentimos orgullosos. Sabe que tenemos que dejar de idolatrar esa irrespeto por las leyes, lo que él llama acertadamente la cultura del atajo. Aunque dudo que gane, le daré mi voto.

Estoy cada día más convencido de que buena parte de la juventud de hoy, parte en la que me incluyo, va por buen camino. Y entre más me convenzo de eso, más me doy cuenta de que buena parte se antoja muy pequeña proporción. Esto lo digo a raíz de la cantidad de amigos, conocidos y familiares que le darán su voto al pedagógico candidato, y a que la edad promedio de estas personas no supera los 30 años. La juventud de la que hablo es la culta, la pensadora, la inteligente y respetuosa. La juventud que se sació de teatro las semanas pasadas en la capital. La juventud que tan buena cara le está dando a Medellín. Esa juventud es la que me gusta. Esa es la juventud que está harta ya de la polarizada política en el país y quiere y puede hacer algo al respecto. Pero esa juventud, aunque sorprendentemente numerosa, es poca en comparación con la otra juventud. La otra juventud que se mata idiotamente por un equipo de fútbol, que pinta graffitis obscenos en las paredes de los barrios, que rompe vidrios y se cuela en el TransMilenio sólo por hacerlo. Necesitamos ser más.

Los que no votan nunca tienen ahora una opción: el centro. Estoy cansado de discurso bélico de Santos y compañía, casi tanto como lo estoy de la cada vez más ridícula y triste decadencia del Polo. Se les dio su oportunidad y hoy por hoy, el Polo es Gaviria y Moreno, aunque me parece que éste último como que se quiere bajar de ese bus. Y a Noemí no la veo en otra cosa que no sea feminismo. Sin embargo no votaré por Mockus por descarte, aunque de esa impresión. Votaré por Mockus porque sinceramente creo que es la solución. Votaré por Mockus porque entiendo lo que dice en sus charlas (por muy rebuscado que pareza su léxico) y me suena, me suena mucho. Me gusta eso de la cultura ciudadana, de la legalidad como bandera, de la extirpación total y definitiva de la cultura traqueta de la sociedad colombiana y estoy firmemente convencido de que por ahí es la cosa.

imageDos ex alcaldes de las dos ciudades más importantes del país, reconocidos por la calidad de su gestión, apreciados por sus ciudadanos. Ambos provenientes de la academia, ambos con trayectoria docente. Con una propuesta radical basada en la educación y el respeto por las leyes. Yo no soy blando, son un duro limpio, dice Mockus. Estos dos alcaldes son los que han capturado la atención de millones de jóvenes votantes que creemos en otra forma de hacer política. La noticia de la adherencia de Sergio Fajardo a la campaña de Antanas Mockus a la presidencia me causó una gran emoción. Qué bonito sería que llegaran Palacio. Pero aún más bello sería que sus políticas lograran vencer como lo hicieron en sus respectivas ciudades. Aún estamos a tiempo, como dirían en el sector educativo hace algunos años, Colombia está al filo de la oportunidad. No la desperdiciemos.

Que entre el diablo y escoja

El pasado 18 de diciembre el gobernador de Casanare fue suspendido por tres meses, debido a supuestas irregularidades en ciertos contratos relacionados con una iglesia y la educación, entre otros motivos. Ya había sido desituído antes, pero parece que el señor tiene un bolsillo lo suficientemente holgado para comprar la justicia colombiana (que no es mucho, después de todo). El hecho es que al pobrecito lo destituyeron por tres meses, pero eso seguro que a la vuelta lo ponen ogtra vez en el puesto por el que tanto trabajó. Discúlpenme, pero me es sumamente difícil imaginarme un político colombiano correcto, incluso aunque fuera mi hermana o algún amigo mío, por el sólo hecho de pertenecer a esa inmunda clase, perdería una buena tajada de mi respeto. Pero mis odios y pasiones no son el tema principal de este post (ni espero que de algún otro, a menos que me ponga a escribir ebrio, lo cual ha tenido ya en otras ocasiones consecuencias nefastas). Hoy escribo a raíz de la picha situación política, social y cuanto englobe a algo que pueda hacer la administración departamental para remediarlo del departamento (valga la redundancia) en el que me encuentro: Casanare.

¿Dónde queda el Casanare? En el llano, el oriente, esa región gigantesca casi olvidada por el resto de la población colombiana que no tiene mar, no tiene montañas, no tiene grandes ciudades, ni lagos ni cañones, no tiene ruinas gigantescas, solo una llanura eterna y majestuosa que se expande hacia Venezuela hasta donde alcanza la vista y más, mucho más allá. Y claro, una que otra finquita, tan campestre ella, tan bella, del recientemente comprometido hijo del presidente (no a matrimonio, eso nunca… ¿les suena me comprometo a…?) o su menos popular hermanito. Sí, lejos de todo y cerca de nada, aunque a los atos ganaderos de centenas de miles y hasta millones de hectáreas que tienen algunos a punta de trabajar con la basura, para que no digan que el reciclaje no es buen negocio, a esos sí les han hecho carretera pavimentada y todo, claro, así como no.

Casanare, empero, sufre de una tormentosa maldición. No se imaginaba el planeta hace millones de años el sufrimiento que causaría a las desamparadas gentes que vivirían en el futuro en estas tierras su capricho. Petróleo, caballeros. Petróleo, Casanare tiene petróleo. Anualmente el departamento recibe sumas inconcebibles de dinero por concepto de regalías y, como es de esperarse, la gente literalmente se mata por una probadita de lo que deja el oro negro. Y en río revuelto, ganancia de pescadores. Claro, la población es el actor menos afortunado: el pescado (o lo que es peor, la carnada).

Todo el mundo en este lugar sabe que el que sube a la gobernación lo hace para robar. Y lo que es peor, lo aprueban,  entre más corrupto sea el tipejo que se monta en el circo de las elecciones, más votos obtiene. Y luego el elegido y sus secuaces celebran contratos por miles de millones de pesos provenientes de las regalías que comienzan una cadena de subcontrataciones y concesiones sin fin en la que la mayoría de la plata va a parar a cuentas en Suiza o Luxemburgo. En alguna que otra ocasión el Estado central se da cuenta del despilfarre y ejemplarmente castiga a uno que otro funcionario con algunos días o incluso meses de suspensión, al cabo de los cuales vuelven campantes. Es aún más improbable, claro, que el robo haya sido tan descarado (o el soplón tan despreocupado por la integridad propia) que al Estado no le quede más remedio que meterlo a la cárcel por unos añitos. El que viene en reemplazo, desde luego, no es mucho mejor. Así sigue el ciclo, todos lo comentan, nadie lo delata. Parece que la bajeza a la que puede llegar el político colombiano toca un fondo que constantemente se hace más y más profundo en este departamento, donde persiste la ley del más puerco.

Las compañías petroleras que operan en la zona no son demasiado diferentes. Esta es, sin embargo, una corrupción privada, cosa que no me interesa, todo el mundo sabe que existe y que nada se puede hacer para detenerla.

Gente

Atención: el siguiente texto puede herir susceptibilidades y muchos después de leerlo me tratarán de hijueputa y querrán que una tractomula pase sobre mis cenizas. Si usted tiene convicciones muy fuertes en contra del aborto por favor no lea. Si es mujer, tenga en cuenta que lo acá expresado es mi opinión y, obviamente, puede cambiar con el tiempo. Si es mujer joven soltera, tenga en cuenta además que no soy tan mal tipo.

Jessica tiene dieciocho años. Y dos hijos. El mayor va a cumplir 3 años.

Jessica vive con su padre de menos de cuarenta años, su hermano mayor y sus hijos. No estudia, ni trabaja, ni cría y sus niños pasan el día en el piso cubiertos de tierra y polvo, sucios. Son, en realidad, criaturas saludables. No pasan hambre, y eso es algo que Jessica le agradece a su dios.

La situación de Jessica, por precaria que parezca, es buena. Relativamente, claro: Jessica ya tiene 18 años.

Según el censo de 2005, en Colombía existían 1.260.604 mujeres entre los 12 y 14 años. No digamos mujeres, niñas, de la cuales 4.415 reportaban haber tenido hijos nacidos vivos. Pero el espanto no termina ahí: de estas niñas, había un total de 4.816 hijos nacidos, es decir, muchas habían tenido más de un hijo. Con 14 años.

Nada nos dice que de 2005 a hoy la situación haya cambiado mucho. Según el mismo censo, había 1.957.898 mujeres entre 15 y 19 años, de las cuales (ojo a la cifra) 280.146 habían reportado hijos nacidos, sumando un total de 338.567 niños. Aberrante, es la única palabra que encuentro para describir la situación.

¿A quién le echamos la culpa? ¿A los padres? ¿A los medios? ¿A ellas? ¿A la iglesia? ¿A Uribe? ¿A dios? Pero lo más importante, ¿cómo paramos esta locura?

Si es que este mundo está llevado, estoy seguro de que una de las mayores causas es la sobrepoblación. Simplemente el planeta no aguanta tanta gente por sus medios naturales. Además, una población como la actual no puede ser toda feliz. A mayor población, mayor proporción de esta pasa hambre, tiene enfermedades, no es culta ni tiene educación y, finalmente, tendrá mayor cantidad de hijos, aumentando la proporción en cada generación. ¿Hasta cuándo vamos a seguir creciendo?

Acá es donde las cuestiones morales y pseudomorales (léase religiosas) entran en juego. Estoy seguro de que la gran mayoría de los hijos de estas muchachas entre 12 y 19 años no son deseados. En primer lugar, ellas no quieren tirarse su vida con esa edad, empezar a criar cuando ella mismas no han terminado de serlo y, en segundo lugar, estos niños no tendrán futuro alguno en la mayoría de los casos. Entonces. ¿abortar? Pero no, es una criatura de Dios, estaría cometiendo asesinato, además eso de abortar me da miedo que tal me pase algo.;

Querida niña embarazada, si lees estas líneas y no quieres tener al ser que se forma en tu vientre, te pido encarecidamente un favor: aborta. Bastante daño has hecho (si no es una violación, claro, en caso tal el favor sobra, deja de leer, vete a otra página y disculpa mis improperios) al mundo sin poder contener tu arrechera, como para que ahora temas por tu vida y quieras traer más miseria. Matar un feto es como matar un perro, no tienen conciencia. Es más, ni siquiera son animales bien desarrollados.

Y señora, olvídese por favor de sus intenciones de tener más de tres hijos, no sea desconsiderada. Que no sean tres, que sean dos.  Mire que es probable que usted no sea la única loca suelta por ahí, y si tanto le gustan los niños, monte un jardín, que harta educación sí hace falta. Y enséñeles a sus estudiantes lo lindos que son los bebés, pero también la caca que es mantenerlos, a ver si algún día salimos del atolladero en el que nos tiene metido tanto chino. E indio.