La rabia hablando

Desperté. Había sido un sueño de esos que me gustan, surreal, raro. Algo sobre algunos caballos galopando a toda velocidad sobre las aguas del mar, entrando a un barco por el costado de babor, subiendo unas escaleras y luego hablándome. Recordaba buena parte al escuchar el sonido que salía de algún lado sobre mi mesita de noche y me recuperó de entre los brazos de Morfeo. Abrí un ojo primero, busqué medio a tientas el teléfono celular y lo silencié. Abrí lentamente el otro ojo; la realidad se hacía más clara a medida que me limpiaba las lagañas y las lágrimas acumuladas debajo de mis párpados se retiraban con cada uno de mis perezosos pestañeos. Nueve de la mañana; tenía que estar listo y ensayando en media hora. Me imaginé a mí mismo en una hora, recitando en susurros pasajes de Shakespeare y estremeciéndome con las canciones que salían de la boca de una encantadora Miranda.

Aún con el teléfono en mano, oprimí con el pulgar derecho la apenas distinguible O roja dibujada en su pantalla. El navegador tardó un poco en abrir; al cabo de unos segundos me encontraba revisando Facebook. Dos mensajes. El usual de María; un zancudo había hecho su noche difícil una vez más. Otro, raro, en mayúsculas; debía haber sido algo grave, teniendo en cuenta el remitente. Aún con la modorra de la noche y debajo de las sábanas, leí. Acabaron de matar a alguien, decía. Un portero, al lado de la iglesia de Pablo VI. Mi sopor se desvaneció instantáneamente; casi saltando me senté en mi cama y leí de nuevo. Necesitaba más información, así que con la mayor velocidad que pude desplacé mis dedos por la pequeña superficie luminosa. El sitio web de El Tiempo; la noticia estaba en la página principal, tal cual me supuse. No mucha información, como es acostumbrado: el celador había intentado evitar un atraco cerrando una reja; los hampones, frustrados, le asestaron un tiro en la cabeza y huyeron en una motocicleta de alto cilindraje. Comentarios culpando al Polo, a Samuel, a Santos, a Uribe.

Un vídeo de Caracol Noticias. Algunos testigos siendo entrevistados, un reportero hablando calmadamente, un comandante de policía dando datos. Retratos hablados, investigaciones; percepción de seguridad, Polo, Samuel, Santos, Uribe; seguridad democrática, microtráfico de drogas, crímenes pasionales, bandas, atracadores, desmovilizados. Y al fondo, aparentemente sólo percibido por mí, invisible pero dando sentido a toda la escena, mi barrio. Esa misma puerta que cerró Sogamoso, el celador, me ha visto pasar incontables veces con destino al parque Simón Bolívar, al muro de tenis, a la biblioteca Virgilio Barco. Aquel suelo sobre el que cayó sin vida el cuerpo de Libardo ha sido testigo de besos, helados, cervezas, sudor, música, libros, bicicletas.

Aunque nunca conocí la pobre víctima, sí conozco a otros celadores del barrio. En alguna ocasión alguno me ayudó a librarme de un borracho molesto que nos perseguía a mis amigos y a mí. En otra, otro me condujo a un improvisado puesto de mantenimiento de bicicletas y sombrillas. Son gente de bien, no le hacen daño a nadie, aparte del ocasional galanteo con alguna de las empleadas de servicio del barrio. Tampoco se puede decir que es sólo culpa de ellos, de todas maneras. Y aunque nunca conocí la víctima, y aunque en Colombia se cometen asesinatos por docenas semanalmente, no pude evitar imaginarme a sus hijos, su esposa, sus hermanos; sus caras llenas de dolor al escuchar de la noticia de boca de algún compañero de trabajo de él, de un descorazonado corresponsal en una pantalla fría y gris, o simplemente no escucharla de nadie, sino de la ausencia de Libardo a la hora del desayuno.

No recuerdo momento alguno en los últimos años en que haya sentido tanta rabia, tanta frustración, tanta impotencia y, nuevamente, tanta rabia por los crímenes que desangran mi ciudad y mi país. Para ser honesto, lo primero que se me cruzó por la cabeza fue escribir al respecto. Desahogarme, decir que no era justo que mataran a alguien por hacer su trabajo, decir que antes me sentía seguro en mi barrio, que al cruzar las rejas dejaba de mirar hacia atrás; decir que mi familia, yo mismo incluso, había ido innumerables veces a esas horas de la noche a comprar leche, pan y huevos, y nunca habíamos sentido que eso era una amenaza para nuestras vidas. Ariel no iba a estar totalmente en La Tempestad en los ensayos, pero al menos físicamente tenía que cumplir.

Tal vez fue mejor no escribir en ese mismo instante: es posible que lo único que de mis dedos hubiera salido fuese un manojo sin forma ni sentido de improperios y boñiga verbal. Fui a los ensayos, aunque mi mente se encontraba a miles de kilómetros, al lado de un cuerpo gélido y rígido cubierto hasta la cabeza por una sábana en alguna morgue de Bogotá. Pero aún después de respirar en inglés antiguo y ventilar la ira, sentí la necesidad de saltar sobre el teclado e imprimir sobre los pixeles algo, lo que fuera. La rabia no estaba en la superficie sino en el fondo, analizada, desarmada, desmenuzada. Convertida en otra cosa, pero no destruída; incluso acá se dieron cuenta que algo no estaba bien, que por mi cabeza subdesarrollada pasaba algo, algo que, supuse, ellos no entenderían.

Imagen por mynameisgeebs

El atraco

Es la segunda vez que escribo acá para hablar de un atraco sufrido. Más o menos.

image Dicen que la juventud es loca y enamorada, utópica y con esperanzas, algunas veces activa, simplemente soñadora en la mayoría. Hablar de cosas como la Ola Verde es dar fé de ello, pero es también dar fé de lo poco que suele durar esa pasión y los pocos resultados que al final suele dar. El amor es otra de esas cosas con que más de suele hacer evidente ese descontrolado pero ingenuo, por no llamarlo de otra manera, entusiasmo.

imageHace unos días, creo que unos tres, yo iba caminando sólo por la calle. El barrio tiene fama de no ser demasiado peligroso: residencial de casas y edificios de no más de cinco pisos, estrato cinco, buena iluminación, vigilancia más que aceptable. Claro, aquellos que me conocen saben que sobrio yo soy algo paranoico con los atracos, de modo que lo más pronto posible saqué mis papeles de la billetera para metérmelos en otro bolsillo y despojé a mi teléfono celular de su tarjeta SIM. Y qué teléfono: Nokia no recuerdo la referencia, pero de los primeros que salieron a color, de los primeros que tuvieron tonos polifónicos. Pantalla sin protector plástico (no se confundan, no hablo del que tiene un celular cuando se lo compra nuevo, hablo del protector de plástico duro que hace parte de la carcasa y que todo celular tiene para protejer la pantalla de los golpes del destino), por tanto con horribles cicatrices debidas a las múltiples arremetidas sufridas por parte de mis llaves en las cavernas de mis bolsillos cuando, al vaivén de mi caminar olvido separarles de saco. Teclado ausente de seis teclas, de modo que para contestar es necesario hacerlo con un lápiz con punta, un bolítrafo, un arete, el conector de los audífonos de mi no mucho más refinado reproductor de música (DigiPod, para los curiosos), la cremallera del pantalón, la uña diestra del dedo meñique de la mano dominante de alguna persona, ojalá mujer, especializada a pulso en esos asuntos (María es idónea para esa operación) o, en la mayoría de los casos, la llave más reducida del mismo llavero con las llaves causantes de la prematura muerte de gran parte de los puntos del display, de ahí que suelan convivir en el mismo bolsillo.

Era de noche, así que mi pulso estaba unas dos veces por encima de lo normal. El andén de la calle, que es una avenida, estaba usualmente sólo, pero a mi me parecía inusual. De vez en cuando (cada unos veinte segundos) miraba hacia todo lado para asegurarme que no me vinieran persiguiendo. En una de esas ojeadas ví a alguien que venía a mi misma rapidez, unos veinte metros por detrás. Era un joven. No se veía en absoluto peligroso, más bien inofensivo. Pelo largo bien cuidado, ropa a la moda, flaco pero no demasiado. Se podría pensar fácilmente residente del barrio. Caminamos cerca de una cuadra, de vez en ciando yo volteaba la mirada para corroborar que, efectivamente, el tipo seguía lejos de mí. Al parecer estaba ensimismado, más tarde me daría cuenta que era todo efecto del alcohol.

Bacán ¿me podría hacer un favor?

Pueden imaginar lo que recorrió mi cuerpo en ese momento. No recuerdo haberme dado cuenta de en qué momento se acercó tanto el hombre. Giré mi cabeza para ponerle atención; no había cicatrices en su cara y tenía una barba cuidada, al parecer, con el mismo cariño que su pelo. Sin embargo es raro que alguien llame la atención de uno a las nueve y media de la noche en medio de una avenida medio vacía, y al parecer él lo notó en mi cara, por lo que prosiguió con mayor entusiasmo (esa primera frase había sido algo tímida). Tenía la mano entre el bolsillo de la chaqueta.

Dejemos de alargar esto; tengo acá una nueve (o seis, o cuatro, no recuerdo bien el número, en armas no soy bueno) milímetros. Necesito su celular.

Unos minutos después de eso, al contarle la historia a María por teléfono, me pareció que debí tener más miedo. Pero por alguna razón en ese momento no tuve miedo [casi]. Más bien me causó gracia, por el estado de mi teléfono.

¿De verdad lo quiere?

Y lo saqué del bolsillo. El tipo sonrió y al parecer se dio cuenta de lo que estaba haciendo.

¿Me lo puede regalar? No podía haber dicho una cosa más rara.

Claro. Recordemos que aún tenía la mano en el bolsillo.

El tipo tomó el celular y decidió destapar el engaño del que yo sospechaba. La verdad es que no tenía una pistola entre el bolsillo, era un bolígrafo. Una mujer era la causa. Al pobre hombre le acababan de robar el celular y estaba esperando una llamada de una mujer. Con algunos tragos en la cabeza deidió simular un atraco, y la suerte lo llevó a dar con la persona más paranoica en kilómetros a la redonda. Seguimos caminando, él comentándome sus cuitas, yo fingiendo ponerle atención, aún en shock por la extraña escena recién pasada. Le expliqué a grosso modo lo que tenía que hacer para contestar y le confirmé mi intención de regalarle el aparato. Si al principio estaba asustado por la posibilidad de tener una bala entre mi ingle, ahora me movía un sentimiento altruísta y un convencimiento de que, al final, el tipo me estaba haciendo un favor al quitarme ese teléfono de encima. Llegamos a un cruce de avenidas y el hombre se despidió de mí dándome las gracias y prometiendo que me iba a ir bien en la vida. Sinceramente espero que sea psíquico.

Hoy no escribo el sueño porque al despertarme esta mañana no lograba recordarlo. Esto puede significar dos cosas: o no soñé, o simplemente no recuerdo lo que soñé. Lo más probable es lo segundo, aunque no deja de ser extraño.

No logré identificar a quién pertenece la primera imagen que acompaña este post, y en cuanto a la segunda, no hubo necesidad.