Que entre el diablo y escoja

El pasado 18 de diciembre el gobernador de Casanare fue suspendido por tres meses, debido a supuestas irregularidades en ciertos contratos relacionados con una iglesia y la educación, entre otros motivos. Ya había sido desituído antes, pero parece que el señor tiene un bolsillo lo suficientemente holgado para comprar la justicia colombiana (que no es mucho, después de todo). El hecho es que al pobrecito lo destituyeron por tres meses, pero eso seguro que a la vuelta lo ponen ogtra vez en el puesto por el que tanto trabajó. Discúlpenme, pero me es sumamente difícil imaginarme un político colombiano correcto, incluso aunque fuera mi hermana o algún amigo mío, por el sólo hecho de pertenecer a esa inmunda clase, perdería una buena tajada de mi respeto. Pero mis odios y pasiones no son el tema principal de este post (ni espero que de algún otro, a menos que me ponga a escribir ebrio, lo cual ha tenido ya en otras ocasiones consecuencias nefastas). Hoy escribo a raíz de la picha situación política, social y cuanto englobe a algo que pueda hacer la administración departamental para remediarlo del departamento (valga la redundancia) en el que me encuentro: Casanare.

¿Dónde queda el Casanare? En el llano, el oriente, esa región gigantesca casi olvidada por el resto de la población colombiana que no tiene mar, no tiene montañas, no tiene grandes ciudades, ni lagos ni cañones, no tiene ruinas gigantescas, solo una llanura eterna y majestuosa que se expande hacia Venezuela hasta donde alcanza la vista y más, mucho más allá. Y claro, una que otra finquita, tan campestre ella, tan bella, del recientemente comprometido hijo del presidente (no a matrimonio, eso nunca… ¿les suena me comprometo a…?) o su menos popular hermanito. Sí, lejos de todo y cerca de nada, aunque a los atos ganaderos de centenas de miles y hasta millones de hectáreas que tienen algunos a punta de trabajar con la basura, para que no digan que el reciclaje no es buen negocio, a esos sí les han hecho carretera pavimentada y todo, claro, así como no.

Casanare, empero, sufre de una tormentosa maldición. No se imaginaba el planeta hace millones de años el sufrimiento que causaría a las desamparadas gentes que vivirían en el futuro en estas tierras su capricho. Petróleo, caballeros. Petróleo, Casanare tiene petróleo. Anualmente el departamento recibe sumas inconcebibles de dinero por concepto de regalías y, como es de esperarse, la gente literalmente se mata por una probadita de lo que deja el oro negro. Y en río revuelto, ganancia de pescadores. Claro, la población es el actor menos afortunado: el pescado (o lo que es peor, la carnada).

Todo el mundo en este lugar sabe que el que sube a la gobernación lo hace para robar. Y lo que es peor, lo aprueban,  entre más corrupto sea el tipejo que se monta en el circo de las elecciones, más votos obtiene. Y luego el elegido y sus secuaces celebran contratos por miles de millones de pesos provenientes de las regalías que comienzan una cadena de subcontrataciones y concesiones sin fin en la que la mayoría de la plata va a parar a cuentas en Suiza o Luxemburgo. En alguna que otra ocasión el Estado central se da cuenta del despilfarre y ejemplarmente castiga a uno que otro funcionario con algunos días o incluso meses de suspensión, al cabo de los cuales vuelven campantes. Es aún más improbable, claro, que el robo haya sido tan descarado (o el soplón tan despreocupado por la integridad propia) que al Estado no le quede más remedio que meterlo a la cárcel por unos añitos. El que viene en reemplazo, desde luego, no es mucho mejor. Así sigue el ciclo, todos lo comentan, nadie lo delata. Parece que la bajeza a la que puede llegar el político colombiano toca un fondo que constantemente se hace más y más profundo en este departamento, donde persiste la ley del más puerco.

Las compañías petroleras que operan en la zona no son demasiado diferentes. Esta es, sin embargo, una corrupción privada, cosa que no me interesa, todo el mundo sabe que existe y que nada se puede hacer para detenerla.

Solidaridad

Fecha del post: 19 de diciembre de 2009

El viaje fue largo, más de lo esperado, que de por sí era bastante. Ahora escribo estas líneas sentado en una cama a más de 300 kilómetros de Bogotá, sin Internet, sin teléfono, sin televisión y con, calculo, una docena de murciélagos haciendome compañía en la habitación. Doy inicio a un ambicioso proyecto personal de escribir sobre cosas que me impacten en mi viaje de vacaciones (¡por fin!).

Como dije, el viaje fue largo. Cerca de 12 horas en total, contando paradas a comer, trancones y otros imprevistos. Normalmente el viaje de Bogotá a Yopal demora, en carro, 8 horas a lo sumo, aunque esperabamos que durara 10 horas. De no ser por un solo incidente de dos horas, hubieramos cumplido el intinerario casi al pie de la letra. Pero primero una crítica, que hacía falta: ¿a qué gobierno se le ocurre ponerse a arreglar una carretera tan concurrida como es la de Bogotá – Villavicencio un sábado 19 de diciembre por la mañana? Eso nos quitó cerca de media hora (a nosotros y a otros viajeros), esperando que los que subían pasaran porque un carril estaba cerrado por los arreglos.

En el camino de Villavicencio a Yopal había un accidente. Un camión chocó con un automóvil, hubo muertos, por lo que alcancé a oír. El hecho es que a todos los que ibamos por esa carretera (y acá es cuando uno se da cuenta de que las carreteras que se ven vacías no siempre lo están), por el levantamiendo de cadáveres y otras cosas relacionadas con el accidente, nos mandaron por una, digámolo así, variante. ¿Qué pasó? Hubo un accidente y la vía va a estar cerrada un tiempo; cojan por acá que eso en 20 minutos vuelven a la carretera principal. Bueno gracias. Al parecer el señor agente no tenía ni idea de lo que significan 20 minutos, no tenía ni idea de cómo era la variante, o simplemente decidió hacernos una broma de muy mal gusto. En todo caso, los 20 minutos se convirtieron en 2 horas.

Le pido al lector que haga un ejercicio de imaginación. Imagine si puede, unos quinientos carros de todas las calañas (menos tractomulas) pasando en fila india por trochas diseñadas para tractores y caballos. Allí iba de todo, desde el mazda 323 (pobre, cómo sufrió) hasta el camión con ganado. Y todos en fila, sin pasarse, (salvo algún caballero que nos quería demostrar al resto de la manada los poderes de su 4×4) en silencio. Si un carro [pequeño] se quedaba atascado, inmediatamente los que iban atrás se paraban, se bajaban y entre todos lo sacaban del atolladero. Lo sé porque lo ví y porque nos pasó, en el papel del carro pequeño, claro (aprovecho para dar las gracias al señor camionero que ayudó a un Mazda Allegro a salir de el balancín en el que se encontraba).

En una ocasión, el Mazda 323 del que hablo se frenó por un meter una llanta en un hueco, del cual le fue imposible salir por su propia cuenta. Un taxi, que iba adelande de él, paró. El taxista se bajó, ayudó a sacar al pobre carrito y entre los dos conductores pusieron piedras y ramas en el hueco, como advertencia.

Sí, fue observable, sin lugar a dudas. Memorable. Aunque no sé que pasó con los pasajeros de un bus que, dándoselas de muy vivo se metió por un atajo y quedó atascado, supongo que al final habrán logrado salir de tamaño aprieto. Es que una cosa es un Allegro que no pesa más de dos toneladas, y otra un bus de la Flota Sugamuxi. Pero bueno, después de todo salimos de la variante victoriosos se podría decir, y el resto del camino fue muy normal. Como siempre, el paisaje muy bello, el viento muy fuerte, el calor infernal, el llano es lindo, ¡carajo!

Al parecer después de todo el colombiano no es tan guache. Por algo eso es lo que aman los extranjeros de esta tierra del sagrado corazón,su gente, porque no será su industria o sus construcciones maravillosas. Los colombianos somos buena gente, eso hay que reconocerlo. No es soberbia, es auto crítica; a veces pecamos de bobos. Pero ese es tema de otro post, y los bichos ya están empezando a estresarme con sus repetidas arremetidas contra la pantalla.

Fotos pendientes.