Espiral

[Este es un pequeño cuento que me salió de la nada una noche en que intentaba dormirme].

Una buena mañana el doctor Martínez despertó en su cama, como solía hacerlo todas las buenas mañanas. No era médico ni tenía doctorado, pero sus subordinados le decían doctor, y eso le gustaba. El doctor Martínez, sin embargo, se despertó del lado de la cama opuesto al cual se había acostado la noche anterior. Ahora sus pies descansaban cómodamente sobre la almohada. Durante unos segundos meditó sobre ese extraño hecho, pero no le dio importancia al final. Después de todo, muchas cosas raras le habían estado pasado en los últimos meses y tenía que llegar temprano al trabajo. Se levantó, se dio una ducha con agua fría y salió. Desayunó de camino dentro del carro un emparedado que le había quedado de la noche anterior pero que aún estaba en buen estado. Llegó al trabajo, entró en el edificio, saludó monótonamente a algunos empleados y entró en su oficina. Trabajó. Luego salió, almorzó, y volvió a entrar. Trabajó. Luego salió, se subió al carro y manejó de vuelta. Cenó, miró televisión, luego se acostó a dormir en su cama, con la cabeza sobre la almohada.

A la siguiente mañana, el doctor Martínez despertó como solía hacerlo casi todas las mañanas, acostado. Sólo que ésta vez despertó en el sofá de la sala. El doctor Martínez en realidad no era médico ni tenía doctorado, y Martínez no era su apelldo sino su nombre; sin embargo, en el trabajo todos le decían doctor Martínez pensando que era su apellido, y eso no le molestaba. Meditó algunos minutos acerca del hecho de acostarse en la cama y despertar en el sofá de la sala, pero al final no le vio demasiada importancia. Tenía que llegar temprano al trabajo, de modo que se duchó con agua fría, desayunó y tomó un taxi hacia el edificio de la corporación. Entró en el ascensor, subió y entró a su oficina. Trabajó, pidió almuerzo a su oficina, y siguió trabajando. Luego de terminar el trabajo se despidió monótonamente de algunos empleados y salió en taxi hacia su apartamento. Se quitó la corbata, prendió el televisor de la sala y comió en silencio pan con mantequilla y jamón en el comedor. Apagó el televisor, revisó su correo electrónico, escribió unos mensajes y recibió otros. Luego se acostó a dormir en su cama, con la cabeza sobre la almohada.

A la siguiente mañana estaba lloviendo. El doctor Martínez se despertó como solía hacerlo casi todas las mañanas. El doctor Martínez no era médico ni tenía doctorado, pero sabía mucho más acerca de su trabajo que muchos de esos pelagatos que sí merecen ser llamados doctor. El doctor Martínez meditó algunos instantes sobre el hecho de que donde se encontraba ahora no parecía ser su apartamento. No, no era su apartamento. Sin embargo no le dio mucha importancia, después de todo muchas cosas extrañas estaban pasando últimamente. Salió de la alcoba que no era la suya, saludó amablemente una esposa que no conocía, se duchó con agua caliente y tomó un desayuno que no tuvo que preparar. Luego salió de la casa y se fue manejando hasta el edificio de la compañía. Al llegar, su jefe lo estaba esperando para comunicarle que ese sería su último día en la compañía. Al doctor Martínez se le había olvidado lo del despido, pero no le dio mucha importancia cuando se lo recordaron. Trabajó, almorzó y volvió a trabajar. Cuando hubo terminado la jornada, manejó hasta su apartamento. Al llegar a la puerta, no pudo abrir. Entonces se acordó que había mandado cambiar las guardas, de modo que buscó en su billetera la nueva llave. Entró, comió algo de la comida que había quedado de la noche anterior y se duchó con agua fría. Su desconocida esposa tenía una buena sazón. Luego se acostó en su cama, con la cabeza sobre la almohada.

A la mañana siguiente el doctor Ramírez se despertó como solía hacerlo casi todas las buenas mañanas. El doctor Ramírez en realidad no era médico ni tenía doctorado, pero poseía un hermoso loro con el que hablaba casi todos los días. No era casado y había vivido solo durante la mayor parte de su vida, pero no era algo para lamentarse. El doctor Ramírez meditó mientras tendía su cama sobre el extraño hecho de que le parecía haberse llamado Martínez hasta hace poco tiempo, pero al final no le dio mucha importancia. Después de todo, en su documento de identidad decía claramente que su nombre era Ramírez. Salió de su habitación y desayunó en la sala mientras veía el reporte del clima. Luego se fue al trabajo manejando. Al llegar, entró al edificio, saludó algunos empleados amablemente y se metió en su oficina. Trabajó. Luego de terminado el trabajo, salió del edificio y tomó un taxi hasta su apartamento. Entró con la nueva llave, se preparó avena y la tomó mientras miraba su correo electrónico. Envió algunos mensaje y recibió otros. Se duchó con agua fría y se acostó a dormir en su cama, con la cabeza sobre la almohada.

En la mitad de la noche el doctor Ramírez se despertó sudando frío. No pudo ver nada puesto que el ambiente estaba muy oscuro, pero le pareció que se encontraba en un espacio realmente pequeño. Trató de usar sus otros sentidos. Lo único que pudo oler fue un nauseabundo hedor que le penetró los pulmones con demasiada facilidad. Lo único que pudo oír fue un sonido parecido al de las manos de alguien cuando están llenas de jabón y frotándose entre sí. Lo único que pudo sentir fueron pequeños gusanos, miles de ellos, penetrando cada fibra de su cuerpo. No pudo saborear nada, ya que al parecer no tenía lengua. Levantó la mano, pero ésta chocó con violencia contra la tapa del ataúd. El doctor Ramírez meditó durante varios años sobre el hecho de haberse acostado en su cama y haber despertado en un ataúd. Al final no le dio mucha importancia y se volvió a dormir, con su cráneo levemente separado del resto de su esqueleto.

A la mañana siguiente, el doctor Martínez se despertó en su cama, con la cabeza sobre la almohada. Se levantó, desayunó huevos con café y salió manejando hacia el trabajo.

Adiós Flaco

Fecha del post: 21 de diciembre de 2009 por la mañana.

Como un misil la noticia me despertó esta mañana y me caló inmediatamente en los huesos. No pude volverme a dormir. No supe cómo fue, cuándo ni dónde, lo único que la conversación del piso de abajo me reveló es que fue.
Se murió el flaco Agudelo.
-¿En serio?
-Sí.
-Hay, no puede ser…

Se nos fue otro ícono de la cultura colombiana. Si nos dolío la muerte del mocho Sánchez, esta si que nos debe marcar.

El flaco Agudelo era viejo desde que me conozco. Siempre el más viejo de los cuentachistes. Siempre fue, también, el que más me gustó de todos ellos, aunque ya últimamente no diera tanta risa por su estado de salud. Así que dedico este pequeño post a honrar la memoria del flaco Agudelo, que a tantos colombianos hizo reír a lo largo de toda su historia, haciendo simplemente su trabajo en un país que necesita como ningún otro la risa. Flaco, vivirás en la memoria de los colombianos a los que tanto amaste con tu labor.