Minicuentos

Los escribí hace un tiempo, pero ahora quiero publicarlos.

Características básicas de un mini cuento

La pasada semana se realizó una extremadamente seria investigación sobre el género mini cuento. Durante los primeros dos días nuestros investigadores se dedicaron a lanzarse miradas inquisitivas los unos a los otros, pagados ocho horas diarias, mientras nuestro equipo de ladrones, Equipo Yasuri, entraba furtivamente a las casas de los escritores más representativos del género para robar sus obras. A lo largo de los segundos dos días nuestros serios investigadores trabajaron arduamente lanzándole miradas inquisitivas al material logrado por el Equipo Yasuri, entretanto que el Equipo Yasuri refregaba sus extremadamente serios testículos contra las uñas de sus manos. El viernes el perro del líder del proyecto estuvo de cumpleaños y, como regalo, su amo dejó las conclusiones finales de la investigación en sus patas. A continuación se presentan dichas conclusiones.

Un mini cuento debe:

  1. Tener huesos en su contenido.
  2. Tener perras en su contenido.
  3. Terminar con la muerte de algún personaje.
  4. No tener más de dos párrafos.
  5. Incluir elementos ficticios (magia, animales que hablan, juguetes vivos, administraciones transparentes, etc.).
  6. Estar ambientado en la ciudad.

Dadas las características del mini cuento, se presentarán en seguida tres ejemplos, escogidos cuidadosamente por nuestro equipo seleccionador de mini cuentos.

Las pulgas de Rita

Rita era una perra citadina. Además de ser una perra citadina, era también una perra doméstica y sus amos, de eso estaba segura, eran de la gente más prestante de la ciudad. A Rita le gustaba que la acariciaran los niños de la casa cuando llegaban del colegio; le gustaba que Diana, la señora, le comprara huesos con sabor a salami cada dos semanas, para esconderlos con entusiasmo debajo de las plantas del amplio jardín; le gustaba orinar en las flores de la casa vecina para meter en líos a Rufo, el perro de la señora Mariana. Pero lo que más le gustaba a Rita era escuchar las interesantes conversaciones que mantenían sus pulgas cuando estaban cerca a sus orejas.

Un buen día Rita olvidó su estatus, su orgullo y el honor de su familia y lo hizo en público. El placer fugaz nunca valió la pena, pues la humillación de rascarse para una perra de su alcurnia era demasiado grande y demasiado penosa como para vivir con ella. Sí, Rita era una perra citadina, y sus pulgas tuvieron que buscar otro huésped, uno un poco menos preocupado por su orgullo y más por su existencia.

Chocolates asesinos

Ladra, y con el ruido siente como todos y cada uno de sus huesos vibra como un par de maracas. Ladra de nuevo, más duro de lo que nunca había ladrado en su vida. Ladra una vez más, para sentir con sorpresa sus patas despegarse del suelo y ver el cuerpo de su amo alejarse en el andén, estupefacto. Cuando era sólo una cachorra le habían dicho que si lograba ladrar con suficiente fuerza volaría, pero nunca creyó semejantes historias. Ahora cree.

Ha volado por varias horas. A pesar de su escepticismo, siempre quiso saber que se suponía que pasaba si ladraba una vez en el aire. Nadie nunca le dio una respuesta, de modo que en este momento siente como su corazón palpita ante la pregunta nuevamente. Ladra, y ve cómo la gran fábrica de chocolates se agranda sin tregua mientras el viento, cada vez más contaminado por el humo de los miles de carros kilómetros abajo, choca contra su pelaje violentamente. Ladra otra vez, pero esta vez le faltó un poco, sólo un poco de fuerza en su ladrido. Charlie nunca imaginó el nuevo ingrediente que iría un día a caer del cielo.

Hambre

El cliente la miró como quien mira un televisor en una vitrina y dijo con voz pausada, “esta”. Era ciertamente un personaje grotesco: alto y gordo, su barriga se salía por entre los botones de su camisa blanca, manchada con lo que parecía ser sangre muy sucia y ligeramente más oscura en el área de las axilas. No importaba; ella tenía que hacer su trabajo. Sus hijos, sus malditamente hambrientos hijos la estaban esperando en esa pocilga que llamaban con inocente y ridícula sonrisa “casa”, al otro lado de la oscura ciudad. “Es toda suya, amigo”, dijo el proxeneta al recibir un fajo de billetes de baja denominación. El inmundo le hizo una mueca morbosa y entró a la pieza.

El cliente movía energéticamente su cadera de atrás a adelante al tiempo que se limpiaba restos de carne de los dientes con un hueso partido y putrefacto. Ella nunca pensó que alguien de esa compostura pudiera mover tan rápidamente parte alguna de su cuerpo. Nunca había tenido que hacer algo tan asqueroso como lo que estaba haciendo en ese momento. El hedor era insoportable y las pezuñas de ese repugnante animal le lastimaban la espalda. No era más algo normal lo que tenía dentro de sí, no era más una nariz humana la que olía sonoramente su nuca. Deseó que todo terminara, gritó, y un gran cerdo muerto y nauseabundo cayó sobre su desnudo y lastimado cuerpo. Sus hijos tendrían qué comer esa noche.

Espiral

[Este es un pequeño cuento que me salió de la nada una noche en que intentaba dormirme].

Una buena mañana el doctor Martínez despertó en su cama, como solía hacerlo todas las buenas mañanas. No era médico ni tenía doctorado, pero sus subordinados le decían doctor, y eso le gustaba. El doctor Martínez, sin embargo, se despertó del lado de la cama opuesto al cual se había acostado la noche anterior. Ahora sus pies descansaban cómodamente sobre la almohada. Durante unos segundos meditó sobre ese extraño hecho, pero no le dio importancia al final. Después de todo, muchas cosas raras le habían estado pasado en los últimos meses y tenía que llegar temprano al trabajo. Se levantó, se dio una ducha con agua fría y salió. Desayunó de camino dentro del carro un emparedado que le había quedado de la noche anterior pero que aún estaba en buen estado. Llegó al trabajo, entró en el edificio, saludó monótonamente a algunos empleados y entró en su oficina. Trabajó. Luego salió, almorzó, y volvió a entrar. Trabajó. Luego salió, se subió al carro y manejó de vuelta. Cenó, miró televisión, luego se acostó a dormir en su cama, con la cabeza sobre la almohada.

A la siguiente mañana, el doctor Martínez despertó como solía hacerlo casi todas las mañanas, acostado. Sólo que ésta vez despertó en el sofá de la sala. El doctor Martínez en realidad no era médico ni tenía doctorado, y Martínez no era su apelldo sino su nombre; sin embargo, en el trabajo todos le decían doctor Martínez pensando que era su apellido, y eso no le molestaba. Meditó algunos minutos acerca del hecho de acostarse en la cama y despertar en el sofá de la sala, pero al final no le vio demasiada importancia. Tenía que llegar temprano al trabajo, de modo que se duchó con agua fría, desayunó y tomó un taxi hacia el edificio de la corporación. Entró en el ascensor, subió y entró a su oficina. Trabajó, pidió almuerzo a su oficina, y siguió trabajando. Luego de terminar el trabajo se despidió monótonamente de algunos empleados y salió en taxi hacia su apartamento. Se quitó la corbata, prendió el televisor de la sala y comió en silencio pan con mantequilla y jamón en el comedor. Apagó el televisor, revisó su correo electrónico, escribió unos mensajes y recibió otros. Luego se acostó a dormir en su cama, con la cabeza sobre la almohada.

A la siguiente mañana estaba lloviendo. El doctor Martínez se despertó como solía hacerlo casi todas las mañanas. El doctor Martínez no era médico ni tenía doctorado, pero sabía mucho más acerca de su trabajo que muchos de esos pelagatos que sí merecen ser llamados doctor. El doctor Martínez meditó algunos instantes sobre el hecho de que donde se encontraba ahora no parecía ser su apartamento. No, no era su apartamento. Sin embargo no le dio mucha importancia, después de todo muchas cosas extrañas estaban pasando últimamente. Salió de la alcoba que no era la suya, saludó amablemente una esposa que no conocía, se duchó con agua caliente y tomó un desayuno que no tuvo que preparar. Luego salió de la casa y se fue manejando hasta el edificio de la compañía. Al llegar, su jefe lo estaba esperando para comunicarle que ese sería su último día en la compañía. Al doctor Martínez se le había olvidado lo del despido, pero no le dio mucha importancia cuando se lo recordaron. Trabajó, almorzó y volvió a trabajar. Cuando hubo terminado la jornada, manejó hasta su apartamento. Al llegar a la puerta, no pudo abrir. Entonces se acordó que había mandado cambiar las guardas, de modo que buscó en su billetera la nueva llave. Entró, comió algo de la comida que había quedado de la noche anterior y se duchó con agua fría. Su desconocida esposa tenía una buena sazón. Luego se acostó en su cama, con la cabeza sobre la almohada.

A la mañana siguiente el doctor Ramírez se despertó como solía hacerlo casi todas las buenas mañanas. El doctor Ramírez en realidad no era médico ni tenía doctorado, pero poseía un hermoso loro con el que hablaba casi todos los días. No era casado y había vivido solo durante la mayor parte de su vida, pero no era algo para lamentarse. El doctor Ramírez meditó mientras tendía su cama sobre el extraño hecho de que le parecía haberse llamado Martínez hasta hace poco tiempo, pero al final no le dio mucha importancia. Después de todo, en su documento de identidad decía claramente que su nombre era Ramírez. Salió de su habitación y desayunó en la sala mientras veía el reporte del clima. Luego se fue al trabajo manejando. Al llegar, entró al edificio, saludó algunos empleados amablemente y se metió en su oficina. Trabajó. Luego de terminado el trabajo, salió del edificio y tomó un taxi hasta su apartamento. Entró con la nueva llave, se preparó avena y la tomó mientras miraba su correo electrónico. Envió algunos mensaje y recibió otros. Se duchó con agua fría y se acostó a dormir en su cama, con la cabeza sobre la almohada.

En la mitad de la noche el doctor Ramírez se despertó sudando frío. No pudo ver nada puesto que el ambiente estaba muy oscuro, pero le pareció que se encontraba en un espacio realmente pequeño. Trató de usar sus otros sentidos. Lo único que pudo oler fue un nauseabundo hedor que le penetró los pulmones con demasiada facilidad. Lo único que pudo oír fue un sonido parecido al de las manos de alguien cuando están llenas de jabón y frotándose entre sí. Lo único que pudo sentir fueron pequeños gusanos, miles de ellos, penetrando cada fibra de su cuerpo. No pudo saborear nada, ya que al parecer no tenía lengua. Levantó la mano, pero ésta chocó con violencia contra la tapa del ataúd. El doctor Ramírez meditó durante varios años sobre el hecho de haberse acostado en su cama y haber despertado en un ataúd. Al final no le dio mucha importancia y se volvió a dormir, con su cráneo levemente separado del resto de su esqueleto.

A la mañana siguiente, el doctor Martínez se despertó en su cama, con la cabeza sobre la almohada. Se levantó, desayunó huevos con café y salió manejando hacia el trabajo.

Trabajo

Perfecto, más estudiantes. Para Alfonso, el administrador del local, la noche simplemente no puede estar peor. Además de que el sitio está casi vacío, los pocos clientes que hay tienen cara de estudiantes como nunca. Los estudiantes son malos; piden una ronda y se demoran media hora, sólo miran a las muchachas y uno de cada diez hace el gasto. Los que acaban de entrar no son demasiado diferentes, salvo que estos vienen en evidente estado de embriaguez. Peor aún. Sin embargo apura a alguien para atenderlos, nunca pierde la esperanza y el grupo viene bien vestido, puede que incluso con las billeteras holgadas. Son tres, piden tres cervezas.

Ahora es el turno de Marly de pasar a la barra. Tiene ganas de vomitar, las copas de aguardiente que le dio el DJ le surtieron efecto antes de lo esperado. Un buen muchacho, trata de sacar adelante su carrera musical, pero Marly duda que empezar en un prostíbulo le de muy buena fama. Marly es, claro su nombre artístico; sólo unos pocos clientes especiales y el dueño del negocio saben que en realidad se llama Diana, que tiene dos hermosos hijos y que muy pronto va a salir de ese hueco para ponerse a estudiar un técnico en sistemas. De hecho sólo esos clientes especiales saben lo del técnico, mismos clientes que son especiales porque la visitan semanalmente sin falta desde hace más de tres años. Marly extraña ahora esos días, cuando aún era de las más deseadas de La Guitarra y podía en una noche hacer suficiente como para pagar quince días de arriendo. Ahora vive con el diario, no puede darse el lujo de ahorrar.

Se sube a la suerte de pasarela con una barra en el medio que hay en la mitad del salón y empieza a bailar la música que Nacho pone. Tres muchachos universitarios entran desde la estrecha escalera que sube al salón principal, don Gerardo les alcanza tres cervezas. El estado en que los ve le hace aumentar sus náuseas. Pero no puede permitirse perder el control así que aparta la mirada y decide acabar con el show rápido. Se quita el sostén. Don Alfonso le hace señas para que baje la velocidad; afortunadamente el aire frío en sus pechos le calma el mareo y obedece. Aquellos muchachos están borrachos, no van a aguantar demasiado.

Aunque el mundo le da vueltas a una velocidad mayor a la que normalmente lo hace, Jairo y sus dos amigos piden las tres cervezas, sabiendo que muy probablemente serán la únicas que pidan en todo lo que queda de noche, que no es mucho. Demora cerca de cinco minutos para dar el primer sorbo. César demora el doble, mientras que Mario toma inmediatamente el viejo las pone sobre la mesa. Es un viejo de unos sesenta años que siempre está atendiendo ahí, obediente a las órdenes del administrador. El local está vacío. Una rubia baila desnuda en la pasarela al ritmo de «75 Brazil Street» mientras un puñado de hombres, en su gran mayoría con aspecto de estudiantes, la mira desde abajo. Jairo y sus amigos están lejos de la pasarela, pero los tres tienen pensado bajar para ver un poco más de cerca. Sí que está vacío el local.

Casi al tiempo pero sin programarlo, los tres se levantan para bajar cerca de la prostituta que baila desnuda. Las sillas vacías sobran, de modo que se hacen a un buen puesto cerca de la barra donde Marly, como la anuncia el bastante mediocre DJ, cuelga en una posición que a César se le antoja imposible. Se acaba la canción y la mujer se baja de la tarima, se cambia y se pierde. Ahora uno de los grupos más numerosos, unos seis jóvenes que estaban en un rincón, se levanta y se dispone a salir. El local se va vaciando poco a poco y César cree que los próximos serán ellos. Sus pensamientos cambian por la mujer que el DJ anuncia.

Cristal se prepara para subir a la tarima. Reconoce al grupo de tres muchachos que están sentados al lado de la barra, pero debe admitir que nunca los había visto en tal estado. Uno de ellos parece a punto de vomitar, con la cabeza apoyada en las manos, apoyadas en las rodillas. Los otros dos parecen menos ebrios y la miran decididamente. Es evidente que también la han reconocido; ya tiene a quién dedicarle este show. La música empieza, Nacho está animado. Ahora Cristal también lo está, no sabe por qué pero la presencia de esos tres la reconforta. Tal vez es porque siempre que visitan La Guitarra alguno consume. Hace buena cara y se dispone a bailar, se toma su tiempo en quitarse el sostén, pero cuando lo hace, lo hace mirando al grupo que le devolvió el ánimo en la noche. Algo anda mal. Uno de ellos no le mira los senos, la mira a los ojos. Es una mirada perdida, con una sonrisa sosa dibujada en la cara, pero definitivamente es a los ojos y no a los senos. No sabe cuánto tiempo transcurre en ese encuentro pero le parece que es demasiado así que aparta la mirada y se dirige a un extremo de la pasarela. Antes de caminar, lo vuelve a mirar por el rabillo del ojo y él hace una mueca burlona. A Cristal le parece que ya tiene cliente asegurado.

Mario está satisfecho, siempre quiso mirar a una prostituta a los ojos mientras hace su trabajo, y que ella supiera que él la miraba. Va a acabar su cerveza así que mira a César para percatarse del nivel de la de él. Pero no alcanza a verlo porque éste le hace una seña, le da dos cervezas comenzadas, se pone de pie junto con Jairo y ambos salen del salón. Mario supone que en realidad sí tenían dinero y no pudieron aguantarse las ganas.

Cristal ve a dos de los muchachos salir en dirección a los baños, mientras que el que la miró sigue ahí.

A Mario le parece un tiempo muy corto para un polvo pero después de todo Jairo está en bastante mal estado y todo es posible. Ya va acabando una de las cervezas que César le dio al partir, pero la deja en el suelo junto con la otra. Se van.

Cristal los ve levantarse e irse. Menudos hijos de puta.

El vivo vive el bobo…

…y el bobo de papi y mami. Don Julián tiene una tienda, vende cacharros en San Andresito, de contrabando. Al otro lado de la calle, un gamín mira con desdén a la señora que se acerca al local de don Julián, preguntando con una aparente inocencia por una cámara fotográfica. Doña Gabriela ya ha recorrido la mitad de las tiendas de San Andresito en busca de la cámara, y piensa que los precios de esta última son realmente bajos, en comparación con el resto.
— Nooo, pero eso está muy caro, acá en esta misma cuadra lo puedo conseguir más barato.
— Madre, pero le voy a decir una de las cosas: usted puede decir que acá es mas cara, pero es porque muchos locales de por acá son lavaderos de verdes, ¿si me entiende?. ¿Si ha visto las noticias doña? Nosotros no matamos al país, pero por acá hay mucho mugriento que no le importa la patria.
— Hay, pero deme una rebajita, mire que yo me convierto en cliente…
— No se doña, es que queda muy difícil, porque a eso salen, no se le gana nada, ¿ve?
— Mire que se lo pago en efectivo, es que no me queda para devolverme, y como le subieron al bus…
— Pues en efectivo no se, déjeme hablo con en patrón y miro a ver si puedo hacer algo.
Don Julián sale de la tienda hacia la bodega, y se encierra en su oficina. Se sirve un tinto, y decide no perder esa cliente. De todas maneras la mercancía le había salido barata la última vez gracias a ese contacto en Panamá. Termina su café y sale agitado hacia el local, donde la señora aguarda paciente, entreteniéndose con los televisores plasma que habían llegado esa mañana.
— Doña, hablé con el jefe.
— ¿Y qué dijo?
— Que bueno.
— Ah, qué bien. Entonces me la empaca, ¿por favor?
— Sí señora.
— Mire, docientos cincuenta mil.
— ¿Perdón?
— ¿No habíamos quedado en eso?
— Docientos sesenta mil.
— ¿Y no me rebaja diez mil pesos más?
— No señora, ahí si no se puede.
— Bueno, pero entonces encímeme algo, no sea malo.
— Mi señora, como hago para explicarle que no puedo, el jefe me mata si se pierde algo, todo está inventariado.
— Bueno está bien.
Doña Gabriela sabe que no va a poder conseguir esa cámara a un mejor precio, y sabe también que el vendedor es consciente de eso. Tal vez no el vendedor, pero sí su jefe, el de la bodega.
— ¿Y esta cuánto vale?
— Esa es buena, se la tengo en ochocientos mil pesos.
— Uy, gracias. Mire.
— Listo mi doña, mire la tarjeta, para que vuelva.
— Sí, bueno. Gracias.
— A usted doña.
A doña Gabriela le había salido la cámara por mucho menos de lo que tenía planeado, y podía ahora gastarse el excedente en un reloj que había visto en un centro comercial y que le había encantado.
— Madre, una moneda por el amor de dios…
— No.