Atención: he redactado por lo menos cuatro veces este párrafo tratando de advertir del carácter personal de este post. Está intentado para que un puñado de personas específicas, de entre los miles de millones de internautas, lo lea. Si el lector no me conoce es muy probable que encuentre la entrada sumamente aburrida e irrelevante, y si me conoce, también. Aún así lo publico, en vez de simplemente tenerlo en formato físico, estampillarlo y enviarlo por correo a sus destinatarios, por la simple posibilidad de que alguien se pueda identificar aunque sea sólo un poco. No soy de los que escribe cosas personales y las publica, y no pienso empezar a hacerlo regularmente.
El viernes 22 de julio de 2011 tengo que salir de acá. He vivido y trabajado como voluntario en el mismo lugar desde hace unos diez meses y medio. He conocido gente, he mejorado el inglés, he tenido tardes que han parecido infinitas, con tiempo para meditar, con tiempo para perder. He ido a fiestas, he hablado sobre moda, política internacional, perros, gatos, discapacidad, sexo, dinero, literatura, cine, computadores. He dormido en el piso, en docenas de sofás diferentes, en la calle, en camas de hostales de mala muerte y en camas de sobra de casas pertenecientes a prácticamente desconocidos y a inmprácticamente amigos. He viajado en tren, en bus, en metro, a pie, en cicla, en carro particular, incluso en taxi. He tomado cerveza de seis libras esterlinas y de una, he visitado pubs, clubs y bars. Me he sentido solo en más de una ocasión, he extrañado a los míos en Colombia, he visto partir gente que sé que nunca más veré en la vida. He comido una papa gigante con frijoles y atún como almuerzo más veces de las que me hubieran gustado, y he dejado de desayunar por dormir diez minutos de más más veces de las que mi padres querrían saber. Me he ahogado en mi desorden, hasta el punto de empezar a limpiar por mi cuenta, un par de veces. He ido a lugares que me han sorprendido gratamente y a lugares de los que esperaba una grata sorpresa.
De los bafles del bus verde salía una melodía algo conocida: no need to hide, and cry, it’s a wonderful, wonderful life… Mientras, yo miraba por la ventana los campos, los pequeños montes de la campiña inglesa, las casonas, los árboles del camino. Al lado mío, Peter cantaba entusiasmado la canción, a veces confundiendo las letras, a veces simplemente adivinando. El bus paró. Al entrar en mi cuarto, el que ahora considero mi cuarto, vi la maleta que hace casi once meses había empacado en Bogotá. En el centro, rodeada por el desorden, abierta, rellena hasta la mitad con algunas de mis ropas, como esperando a ser desempacada, un recordatorio del poco tiempo que me quedaba. Ahí está, en este preciso instante, abierta de par en par, al lado de los afiches que traje para colgar y que nunca colgué, y del paquete vacío de Coffee Delight que traje para regalar y teminé devorando. Antenoche inscribí materias. Fue como un baldado de agua fría que me hizo caer en cuenta de que en poco tiempo iba a volver, que yo iba a ser esa persona que ellos no volverían a ver en la vida.
Tomé las llaves de la puerta con la mano izquierda y traté de girar la cerradura. Aunque soy diestro, siempre trato de tomar la bolsa pesada con el brazo izquierdo, abrir la puerta con la mano izquierda, dar más pasos con el pie izquierdo al subir la escalera. Al entrar el apartamento, mi mamá me saludó con una expresión que pocas veces había visto en su cara. Luego iría a descubrir la razón: una carta de confirmación. Viajaría a Inglaterra en poco más de medio año, en un programa de intercambio cultural. Mi cabeza se llenó de conversaciones imaginarias con extraños, imágenes de un Londres frío y oscuro, fiestas, conciertos, obras de teatro, convenciones de usuarios de Linux, horas en el gimnasio, viajes por Europa, verano, invierno, primavera, otoño. Los siguientes meses fueron eternos, meses de formación de filas, preparación de papeles para la visa, conversaciones eludiendo el tema con María, conversaciones acerca del tema con María, campamentos de preparación, alistar maletas, comprar regalos, salir un domingo por la madrugada, despedida, lágrimas, abrazos, sorpresas, fila, aduana, sello, avión.
Los sentimientos son encontrados, como esperé que fueran. Y cuando llegue a Bogotá entraré en mi cuarto, y veré mi cama, los cuadros en la pared, los afiches que puse poco antes de partir y que me van a parecer que nunca estuvieron ahí, el piano lleno de polvo a otro lado de la habitación, mi armario y adentro la ropa que decidí no traer. Saldré a dar un paseo por el apartamento y me encontraré de nuevo con los muebles de la sala, con la nevera, con los cuartos de las personas que me fueron a recoger al aeropuerto. Y cuando, depués caer dormido en la cama que una vez fue mía, despierte, murmuraré palabras en inglés acerca de mi sueño, buscaré el celular en la mesita de noche y sólo encontraré muro frío, exploraré con la vista nublada el techo en busca de las fotos de mi familia y hallaré que las caras mirándome serán las reales. Tal vez eso pase, o tal vez duerma y al despertar y ver mi cuarto no esté seguro, por varios minutos, de que lo vivido no fue más que un sueño, uno de esos sueños que solía tener semanas antes de venirme, acerca de cómo iba a ser todo.
Después de pasar una semana en el Festival de Edimburgo haré frente a mi futuro de nuevo en Colombia. Entraré a clases y me preocuparé por trabajos y parciales de nuevo. Volveré a esconder el celular cuando camine por la calle, haré fila en el Transmilenio para entrar a un bus en el que me es imposible leer, volveré a ojear en el periódico noticias de masacres y parapolítica, y una que otra nota que haga referencia a ese mundo en el que yo estuve viviendo alguna vez, ahora inalcanzable y no de mi incumbencia. Caminaré por la noche con un ojo en la espalda y no me atreveré de salir de las discotecas si no es en taxi. La cerveza volverá a valer mil quinientos pesos, las llamadas a celular trescientos y los corrientazos cinco mil. Es posible que, en la noche, depués de todo el ajetreo del día, me conecte a Facebook o Skype y lea con indiferencia fingida sobre las vidas de esos que conocí acá. Apagaré el computador y en algunas ocasiones, cada vez menos, soñaré con Inglaterra. Al despertar la vida continuará, y feliz me volveré a acostumbrar a ser amado por gente a la que puedo tocar con sólo extender la mano; entonces ya no extrañaré a los míos, y el riesgo que supondrá salir a la calle no será más que un costo insignificante comparado con los beneficios.
Simbita, el león de la foto, me ha acompañado a muchos de los lugares a los que he ido. En la imagen está conociendo la nieve a un nivel muy personal.