El riesgo es que te quieras quedar

Es siempre un yunque pesado con el que un colombiano tiene que cargar en el exterior, por el sólo hecho de ser colombiano. A donde quiera que vayamos la gente siempre nos preguntará si conocimos a Pablo Escobar, si hemos visto los cultivos de coca, si somos de las FARC o si para nuestro próximo viaje nos pueden encargar unos kilitos para volverse millonarios. Más de una vez se preguntarán tontamente cómo es que no somos asquerosamente ricos, si la droga se vende tan bien en las calles del mundo desarrollado. Por más campaña publicitaria de el riesgo es que te quieras quedar que nuestro ministerio de relaciones exteriores haya expandido como la pólvora al rededor del mundo, parece ser que nadie puede borrar de las mentes de los habitantes de los otros cientos de países del globo esa imagen de Colombia como el país exportador de droga que fuimos y desafortunadamente somos y seremos.

A lo largo del poco tiempo que llevo viviendo en el exterior esa es a una de las tristes conclusiones que he llegado. Es muy poca la gente que me ha preguntado por los paisajes, por la comida o por la gente, comparada con los que me han preguntado por droga. Es por eso que aún estoy impresionado gratamente al ver que una amiga, no colombiana, que estuvo viviendo en mi país por un año, ha vuelto a su natal Austria y tiene, entre otras cosas, una gran bandera de Colombia pegada a la pared de su habitación, por lo que me pareció haberme percatado justo sobre la cabecera de su cama. Es difícil de creer que alguien como ella, tan primermundista, tan desarrollada, tan avanzada tecnológica y socialmente y sobre todo, viviendo en un mundo tan radicalmente diferente a lo que muchos de nosotros aún llamamos la patria boba, lograra desarrollar tanta empatía por la tierra que vio parir a Rojas Pinilla. Me refiero, por supuesto, a Tunja.

Y siguiendo con la cadena de pensamientos llegue a la conclusión de que, a lo mejor, muchos de nosotros como colombianos no sabemos en realidad lo que tenemos. Y de que tal vez, sólo tal vez, aquellos miles de extranjeros que aman a Colombia lo hagan por algo. Es posible, en ese caso, que lo bueno de Colombia sea algo más que los hermosos paisajes y las playas de siete colores. Es posible que lo bueno de Colombia sea algo no natural; es posible, incluso, que la actividad humana sobre aquel pedazo de planeta llamado hogar por más de cuarenta millones de esos mismos humanos haya dejado, después de todo, algo notable, algo bueno.

Muchos concordarán conmigo cuando digo que parece ser que los extranjeros que nos visitan conocen más lugares turísticos de nuestro país en dos semanas que los que nosotros hemos conocido en todas nuestras vidas. No sólo es que parezca ser, es que es. Aunque es posible que este sea un comportamiento del ser humano en general al, por ejemplo, mandar gente al espacio antes de haber explorado un poco más a fondo, valga la redundancia, el fondo de nuestros océanos, no puedo evitar cerrar animando al colombiano habitante de Colombia, si tiene los recursos, a que viaje por el país y trate darse cuenta por sí mismo que, después de todo, no todo es color de hormiga.

Imagen de Lucho Molina

El legado de los narcos

—Guten tag— me saludó el policía con una sincera sonrisa en la boca.

—Guten tag— dije, sabiendo que me estaba echando la soga al cuello: eso es lo único que puedo decir con fluidez en alemán.

El policía dijo algo dirigiéndose a mí, a lo que yo respondí:

—Sorry, I don’t speak German.

—Your passport, please— su sonrisa cómoda se mantenía.

Le pasé mi pasaporte y la expresión de su cara cambió radicalmente en menos tiempo del que pensé que eso fuera posible. Primero miró el lomo como quien mira a un objeto del que se tienen serias sospechas de que pueda explotar en cualquier momento. Luego, al encontrarlo inofensivo, lo abrió. Yo ya sabía lo que estaba pasando: se había percatado de mi nacionalidad, y la sonrisa bonachona reservada para europeos y estadounidenses había sido reemplazada por una escrutadora mirada. Subió de nuevo la mirada hacia mi cara y esta vez sus ojos parecían desconfiar de cada centímetro de mí.

—Do you speak English?— me preguntó, como si no pudiese creer que alguien de mis latitudes fuera capaz de aprender más de un idioma, como si las palabras cruzadas anteriormente hubieran sido con otra persona.

—I do.

—What is your birth date?

Respondí a la pregunta. Miró de nuevo mi pasaporte, miró mi foto, me miró a mí, miró de nuevo la foto. Le mostró mi pasaporte a su compañero. Ambos rieron con un gesto burlón. Volvió a su asunto con mi pasaporte, pasó las hojas, miró el diseño, miró la visa con detenimiento, miró de nuevo la foto, de nuevo a mí y de nuevo a la foto. Mientras tanto en la otra cabina pasaban y pasaban pasajeros. Media docena, por lo menos. Tecleó rápidamente en su teclado, una y otra vez. Al final se dio por vencido en encontrar más excusas para demorarme aún más e imprimió un sello secamente sobre mi documento. Me lo devolvió.

—Good flight.

Yo no dije nada.

Dos semanas antes la escena había sido similar, ya me estaba acostumbrando.

—Welcome to Germany, do you speak English?

—Yes.

—Can I have your passport, please?

—Here it is.

De nuevo el cambio súbito de cara.

—Why are you coming to Germany?

—I’m gonna visit a relative.

Ese es el tipo de preguntas que se podrían calificar de normales, sin embargo:

—Do you have a credit card?

—I got a debit card.

—Do you have cash?

—Yes.

—Are you living in the UK?

—Yes.

—Are you going back to Kolumbien?

—After I finish what I’m doing in England, yes, I’m coming back to Colombia.

—Where does you host in Germany live?

—He’s from Berlin.

—Do you have an invitation letter?

—Yes.

—Do you have it here?

Por supuesto, todas esas preguntas eran totalmente carentes de sentido, puesto que para obtener la visa Schengen me pidieron papeles para soportar todo, incluyendo una carta de invitación de mi huésped en Alemania. Antes del vuelo me había preguntado si debería llevar todos esos documentos conmigo. «No tiene sentido, pero por si las moscas», me dije.

—Yes.

Se la entregué, él la leyó rápidamente. Mi huésped era alemán de nacimiento y yo le había pedido expresamente que en la carta escribiera que mi hospedaje y alimentación corrían por cuenta de él. Al terminar de leer la carta el policía cambió de nuevo de semblante.

—Welcome to Germany, enjoy your stay—me dijo, mientras estampaba un sonoro sello en mi pasaporte. Me pareció que le ponía un especial énfasis a la palabra «stay».

Confieso que los hechos han sido mucho más suaves de lo que yo esperaba. Muchas historias había escuchado acerca de las porquerías que nos hacen a los colombianos en los aeropuertos europeos y cuando llegué a Londres estaba psicológicamente preparado para literalmente todo. Pero resultó que los policías londinenses del aeropuerto heathrow fueron más amables de lo esperado. De modo que al arribar al aeropuerto Schoenefeld de Berlín el trato que recibí me tomó un poco por sorpresa. Horas más tarde seguía pensando en el asunto y llegué a la conclusión de que, en retrospectiva, no había sido tan malo.

En todo caso Berlín es una ciudad que tiene para el visitante mucho más que ofrecer que una policía aeroportuaria con hormigas en la ingle.