Attenzione!

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Hambre: por alguna razón saciarla, calmarla, destruirla, era más placentero en Italia. Por un extraño motivo los tomates, el pan, el salami o el queso sabían mejor en Venecia, entre la multitud de turistas de todas las latitudes, de lo que nunca antes me habían sabido. Puede que fuesen hechos con los mismos ingredientes y de la misma manera que en el resto del mundo, puede incluso que hubiesen sido importados; pero el hecho de no estar comiendo tomate sino pomodoro, no pan sino pane, y de ver las gondole pasar por debajo del Ponte dei Sospiri hizo que, de alguna u otra manera, la comida se me hiciera más deliciosa.

Venecia no es Italia: hay muchos turistas. Eso me dijeron en alguna ocasión cuando tal vez mencioné que iba a la bota. Pero me pareció que detrás de todos los turistas, oculta por las hordas de asiáticos que usan cámaras réflex digitales como si fueran iPhones, escondida tras los guías hablando a sus grupos en infinidad de idiomas no relacionados con el latín, se podía sentir un poco el alma de la ciudad, el día a día, el espíritu italiano. Tal vez me equivoque: después de todo nunca antes había estado en Italia, y sólo estuve por dos días.

Supongo que es algo que pasa en todas las ciudades turísticas. Una vez se logra mirar por debajo de las murallas de Cartagena, se descubre lo crudo de su realidad; después de mirar el Támesis desde una cápsula del London Eye, después de visitar el Big Ben y oírlo dar las doce de la noche dando paso a una nueva semana; después de posarse en el medio del Tower Bridge, justo ahí donde se abre, ya Londres no se siente como la ciudad megaturística que es, sino como el lugar donde viven millones de personas cuyas vidas transcurren como las de cualquier otra. Algunas de ellas conocidas por mí.

Aún así, aunque no estuve en Venecia más de lo estrictamente necesario para caminarla de un lado a otro, supe que estaba en Italia y traté de sentirlo. Y creo que lo logré. Porque a la hora de comprar los ingredientes de los panini me era más útil el español que el inglés. Por notar la existencia de aquellos callejones vacíos, detrás de los puestos comerciales y lejos de la muchedumbre, donde descansaban sin que nadie los viera los insumos de tienda tras tienda. Por escuchar tenderos cuchichear entre sí en un fluído italiano: hablar, gesticular, mover las manos airadamente, reír, callar, y por último dirijirse a nosotros con un sonoro “ciao, si?”.

Depués de que mis ojos se perdieran innumerables veces viendo el mapa del librito sobre Venedig que traíamos desde Viena, comprendí que memorizar los nombres de callejuelas no nos iba a ser de gran ayuda; nos encontramos en medio de lo que, supongo, podrían llamarse casas típicas venecianas, sin un turista a la vista. Eso pasó varias veces, momentos en los la única solución vislumbrable era caminar sin rumbo hasta encontrar algún letrero que dijera, por alguna buena suerte, Alla Ferrovia o Per Rialto. Eso seguramente nos iba a llevar a alguna calle principal, de nuevo inundada de visitantes y vendedores, y donde el inglés era de nuevo útil en algún sentido. Una vez allí, el librejo podía ser de alguna ayuda.

Sí, fue una experiencia de nunca olvidar, de repetir. Y luego de salir del shock que supone pagar alrededor de siete euros por un tiquete en bus (bus acuático, por entre los canales, sí, pero bus al fin y al cabo) miré fijamente la ciudad, como flotando suavemente sólo algunos metros sobre las aguas. Hermosa. Por alguna razón recordé aquellas tomas de la película de 2003 The League of Extraordinary Gentlemen que mostraban lo que supuestamente eran las profundidades de Venecia, debajo de la ciudad. Y, cuando al bajarnos del barco-bus en la parada más cercana a la Piazza di San Pietro lo primero que volví a escuchar fue el Attenzione! de los cargadores de alimentos que van y vienen de un lado a otro, halando y empujando carretas repletas de víveres, respiré profundo y eché a andar. Quanto costa?, pregunté entonces señalando una porción de pizza. Due Euro, me respondió una voz infinitamente más segura se sí misma que la mía. Sí, la pizza también supo mejor.

El manjar predilecto de los espíritus selectos

Nada mal, para una persona entre cuyos sueños de toda la vida se encuentra el humilde deseo de viajar y conocer el mundo, suena el hecho de hablar español como lengua materna. El español, por encima de todos sus diferentes sabores, es la segunda lengua más hablada en el mundo de forma nativa, y la tercera (o cuarta) en cuanto a número de hablantes totales, sólo por detrás de el Chino y el Inglés. Latinoamérica (contando a Brasil) comprende cerca del 14% de la superficie terrestre no cubierta por océanos o mares. Sin Brasil calculo un 10%, siendo amable con la tierra de las garotas.

El español es uno de los idiomas oficiales de la Unión Europea; España es uno de los países más turísticos y económicamente competentes a nivel mundial. El lenguaje de Cervantes es también ampliamente hablado en Estados Unidos, donde residen más de 45 millones de hispanos. No creo equivocarme al escribir que las ciudades más importantes del mundo, esas que solemos llamar metrópolis, que empujan y halan la economía mundial y están a la vanguardia en tecnología y moda, tienen comunidades hispanas de respetable tamaño. Londres o Nueva York entran en la lista. Sí, hablar español no debe ser una mala idea. Por lo menos eso quiero creer.

Considero que mi dominio del español está por encima de la media. No quiero parecer pedante con esta afirmación: no lo considero perfecto, ni siquiera se acerca a muy bueno. Simplemente un poco por encima de la media (que no es gran cosa, después de todo). Pero, ¿por qué conformarme sólo con español? Tarde me he venido a dar cuenta de la exquisitez que supone aprender varios idiomas. Perezosamente salgo de mi lerdez y reconozco hacia mí mismo que me gusta ser capaz de comunicarme con personas habitantes en otros lugares diferentes a ese exiguo 10%… y minorías en un puñado de ciudades.

El siguiente paso lógico es el inglés. De los artículos desparramados por los numerosos servidores que componen la Wikipedia, esa especie de utopía de estudiantes de bachillerato, cerca del 22% están escritos en la lengua de Shakespeare. Unas tres veces los escritos en alemán, y cerca de cinco si hablamos del español. Las razones no lógicas (poderío económico e intelectual, población neta, entre otras) que le doy a tan abrupta diferencia son tema de otra entrada (que se está cocinando en borradores desde hace más de lo que me gustaría admitir y, lamentablemente, es probable que nunca vea la luz), pero los hechos son los hechos: en inglés hay más información que en español, mucha más.

El inglés, además, es el idioma de los negocios hoy por hoy. Estados Unidos de América, gústele a quien le guste, sigue siendo la potencia económica número uno en el globo (aunque según la mayoría de los letrados en economía global, no por mucho tiempo) y, gracias a su persistente liderazgo a lo largo del anterior siglo y de lo corrido de este, el inglés se alza como la lengua preferida a la hora de  aprender un segundo idioma por parte de la inmensa mayoría de los habitantes de este planeta. En ese sentido, no me importa ser simplemente uno más del montón. Coincido con la visión del físico Michio Kaku cuando dice que (en inglés), muy probablemente, en el futuro las personas hablarán su idioma nativo para, como segundo idioma, hablar un lenguaje que les permita comunicarse con el resto del mundo. Y el inglés está llamado a ocupar ese hueco.

Ya he tenido una muestra de lo que se siente al poder hablar sobre prácticamente cualquier cosa con gente de lugares totalmente diferentes. De repente me he visto envuelto en acaloradas conversaciones, acerca de la energía de los perros, en un pub inglés en compañía de un japonés, una turca y una china. Me gustaría saber si me sonrojé al, después de un par de cervezas, descubrir que seguramente del grupo yo era el que la tenía más fácil con el inglés. En todo caso me temo que esa información nunca llegará a mis manos. El punto es que aprender inglés es, básicamente, globalizarse. Y actualmente hacerlo es más fácil que nunca.

Después del inglés mi objetivo principal cambiará: trataré de hacerme entender en el idioma Goethe. Sí, falta que corran ingentes cantidades de agua por debajo del puente hasta que eso pase, pero tengo confianza en que eventualmente estaré recorriendo ese camino. Para aprender alemán mis razones son muy diferentes. Por un lado, simplemente sucede que me encanta el sonido de ese idioma. Por otro lado, acontece que mi padre vivió en tierras teutonas durante un buen manojo de años antes de tener planes acerca de mí; por consecuencia mi niñez está plagada de referencias a Alemania y su cultura. Se podría decir, pues, que mis excusas están ancladas en mi subconsciente. También es de rescatar la comida alemana, que logró sorprenderme muy gratamente al comer hasta el cansancio cuando fui a Alemania en las últimas fiestas de navidad y año nuevo.

Pensándolo bien, el alemán también es un idioma de negocios. Alemania está ubicada en toda la mitad de Europa occidental; Frankfurt es la sede financiera más importante de Europa después de Londres; Alemania, Austria y Suiza (en alemán) se cuentan entre los verdaderos motores del éxito que ha sido, en general, la U.E.

Hoy voy a pecar de soñador empedernido y sin remedio. Aún no he terminado de aprender inglés y ya estoy pensando en mis metas dos idiomas después. Sí, después de aprender alemán espero tener la energía suficiente para dedicarme al estudio de incluso otro idioma. Pero no se por cuál decantarme. Por un lado está Francés, ese idioma que todo el mundo ama por su sonido. El idioma de la moda y del amor. Francia también es potencia económica mundial, y el francés es hablado en numerosos países, incluyendo Canadá, Bélgica, Suiza y varios países africanos. Por otro lado cruza por mi mente el portugués, principalmente debido a el crecimiento que se estima que tendrá Brasil en los próximos lustros. Brasil y México son los gigantes de la región (Latinoamérica) y, como he dicho antes, el español lo tengo en un nivel muy aceptable. Además, se antoja fácil aprender portugués, dada su similaridad con el español. Por último está el italiano, simplemente por capricho.

El latín es el manjar predilecto de los espíritus selectos, solía decirme mi padre que solía decirle a él un antiguo maestro de sus épocas de bachillerato, tal vez con la esperanza de que yo lograra perfeccionar aquella antigua lengua casi divina, madre. Aunque francamente dudo mucho que aprenda una lengua como el latín o el esperanto, sí espero ampliar mis horizontes en cuanto al aprendizaje de idiomas. Será un proceso largo y penoso, de eso estoy seguro, pero creo que al final valdrá la pena. Y esta entrada es en parte para hacerme prometer a mí mismo que lo lograré, y en parte para actualizar el blog con algo. Después de todo es probable que, dado el descuido absoluto en el que lo he tenido a lo largo de los últimos meses, mi próximo post sea en hindi. También me interesa.

Imágenes por xbettyx y MeganMorris