El arte

El lunes pasado terminó ArtBO, la feria y exposición de arte realizada en Corferias, en Bogotá. Por cuatro días los bogotanos tuvimos la oportunidad de deleitarnos con las muestras de expresiones artísticas audiovisuales de todas partes del mundo; se nos dio el camino al disfrute por nuestra parte de cuadros, esculturas, proyecciones y demás suerte de cosas artísticas enriquecedoras del ego de nuestro intelecto. Yo estuve allí, y vi con curiosidad arrasadora las caras perplejas de las personas contemplando las obras colgadas en las paredes blancas. Luego me miré a mí mismo, con mi cámara en el cuello, tomado de la mano de María, ella también con su cámara al cuello; poniendo mi cuerpo en posiciones ridículas y sórdidas para captar una instantánea. ¿Seré yo de aquel tipo de gente, parte de aquellos individuos que se sienten atraídos por la sola posibilidad de mostrarse como «intelectuales», exhibiendo su caras hipnotizadas al frente de dibujos sobre los que no entienden absolutamente nada, pero que aún así esperan que los que las observan creen que sí lo hacen?

Al salir de Corferias tomamos un taxi y el conductor me pareció una persona curiosa: pocos segundos después de subirnos a su vehículo yo estaba seguro de que nos iba a drogar y quitar algún órgano; eso lo pensé por la forma de su cara (lo siento, hay gente que definitivamente tiene cara de crápula y ahí no hay nada que hacer). Sin embargo me sorprendió cuando preguntó con una amabilidad muy rara en su gremio acerca de nuestro destino. Le di las instrucciones, que más que instrucciones eran el lugar, tratando de ser igual de amable y tragándome mi orgullo por haber juzgado a priori. Arrancó y yo no podía dejar de observarlo. Al voltear por la calle que va pegada a Corferias sus ojos se sumieron en los espacios del pabellón principal de la feria, en los estantes protegidos por los vidrios de la fachada, en la gente que caminaba perezosamente entre los cuadros; como si él mismo se muriese por estar ahí adentro, pero sus prioridades estuvieran por otro lado. Decidí quedarme con esa imagen del conductor, apoyada por su amabilidad.

Al dejarnos en nuestro destino le pagamos y él dio las gracias, muy decentemente. Caí en cuenta entonces de que el hombre en realidad era un taxista culto, de esos que pocas veces se ven, normalmente entrados en años, bien vestidos, amables y que no corren demasiado. De esos viejos de la ciudad a los que les gusta leer, la buena comida, ir a una que otra exposición. O tal vez no, tal vez sólo era un taxista amable que se preguntaba de qué diablos iba todo ese revuelto en Corferias. En todo caso me cayó bien, y estuve incluso tentado a darle propina; no soy de los que da propina muy a menudo (mi condición de estudiante no me lo permite), y mucho menos a los taxistas, pero cuando tengo la posibilidad y el servicio se lo merece, no encuentro ningún problema; incluso me da rabia cuando alguien que puede niega la propina de un servicio bien prestado.

En cuanto a de qué diablos iba todo ese revuelto en Corferias, ArtBO cumplió con mis expectativas, y me hizo preguntarme el papel de la cultura en todos nosotros. El evento estaba plagado de extranjeros e individuos pertenecientes a los sectores más pujantes de la sociedad bogotana, que caminaban con lerdez por entre las galerías, comentando animosamente las obras expuestas, señalando, observando. Algunos definitivamente estaban allí por el orgullo de poder decir «estuve viendo arte el domingo», otros tenían motivos más genuinos. Pero dejando de lado los motivos de la gente para asistir, llegué a la conclusión (de nuevo) de que el arte, y la cultura en general, son muy importantes en la vida de una sociedad que se llame a si misma civilizada. La entrada a artBO costaba quince mil pesos, siete mil para estudiantes, y el evento estuvo bastante decente, desde el humilde punto de vista de un servidor que poco o nada sabe de arte, hay que aclarar.

Aunque la mayor parte de las piezas artísticas se escapaban al dominio de las cosas sobre las que puedo tomar una opinión, algunas de ellas (las más básicas y las que recibirían más palos por parte de la crítica, tal vez) me parecieron simplemente brillantes y no pude evitar sentir cierto no se qué, no se dónde, al contemplarlas, o aplaudir mentalmente a su creador y proceder con las posiciones incómodas con la cámara fotográfica al frente de mi cara. Supongo que estas cosas son, como todo, cuestión de práctica, y entre más galerías y exposiciones visite, más atraído me sentiré hacia ciertos estilos o métodos, ciertos artistas, y lo que vendrá después, ciertos círculos sociales también. Vida intelectual, creo que la llaman. No me siento particularmente atraído por este sendero, siempre me ha parecido un ambiente algo denso y totalmente despojado de pragmatismo, pero las cosas pueden cambiar. De todas maneras, no es la única manera en que la cultura de manifiesta; personalmente, el teatro o la literatura me llaman un poco más la atención.

Esperemos que Petro cuide ese aspecto también.

Una galería con algunas de las fotos que tomé o que tomó María:

El riesgo es que te quieras quedar

Es siempre un yunque pesado con el que un colombiano tiene que cargar en el exterior, por el sólo hecho de ser colombiano. A donde quiera que vayamos la gente siempre nos preguntará si conocimos a Pablo Escobar, si hemos visto los cultivos de coca, si somos de las FARC o si para nuestro próximo viaje nos pueden encargar unos kilitos para volverse millonarios. Más de una vez se preguntarán tontamente cómo es que no somos asquerosamente ricos, si la droga se vende tan bien en las calles del mundo desarrollado. Por más campaña publicitaria de el riesgo es que te quieras quedar que nuestro ministerio de relaciones exteriores haya expandido como la pólvora al rededor del mundo, parece ser que nadie puede borrar de las mentes de los habitantes de los otros cientos de países del globo esa imagen de Colombia como el país exportador de droga que fuimos y desafortunadamente somos y seremos.

A lo largo del poco tiempo que llevo viviendo en el exterior esa es a una de las tristes conclusiones que he llegado. Es muy poca la gente que me ha preguntado por los paisajes, por la comida o por la gente, comparada con los que me han preguntado por droga. Es por eso que aún estoy impresionado gratamente al ver que una amiga, no colombiana, que estuvo viviendo en mi país por un año, ha vuelto a su natal Austria y tiene, entre otras cosas, una gran bandera de Colombia pegada a la pared de su habitación, por lo que me pareció haberme percatado justo sobre la cabecera de su cama. Es difícil de creer que alguien como ella, tan primermundista, tan desarrollada, tan avanzada tecnológica y socialmente y sobre todo, viviendo en un mundo tan radicalmente diferente a lo que muchos de nosotros aún llamamos la patria boba, lograra desarrollar tanta empatía por la tierra que vio parir a Rojas Pinilla. Me refiero, por supuesto, a Tunja.

Y siguiendo con la cadena de pensamientos llegue a la conclusión de que, a lo mejor, muchos de nosotros como colombianos no sabemos en realidad lo que tenemos. Y de que tal vez, sólo tal vez, aquellos miles de extranjeros que aman a Colombia lo hagan por algo. Es posible, en ese caso, que lo bueno de Colombia sea algo más que los hermosos paisajes y las playas de siete colores. Es posible que lo bueno de Colombia sea algo no natural; es posible, incluso, que la actividad humana sobre aquel pedazo de planeta llamado hogar por más de cuarenta millones de esos mismos humanos haya dejado, después de todo, algo notable, algo bueno.

Muchos concordarán conmigo cuando digo que parece ser que los extranjeros que nos visitan conocen más lugares turísticos de nuestro país en dos semanas que los que nosotros hemos conocido en todas nuestras vidas. No sólo es que parezca ser, es que es. Aunque es posible que este sea un comportamiento del ser humano en general al, por ejemplo, mandar gente al espacio antes de haber explorado un poco más a fondo, valga la redundancia, el fondo de nuestros océanos, no puedo evitar cerrar animando al colombiano habitante de Colombia, si tiene los recursos, a que viaje por el país y trate darse cuenta por sí mismo que, después de todo, no todo es color de hormiga.

Imagen de Lucho Molina

El Río

Fecha del post: 20 de diciembre de 2009

Fue inevitable recordar ese video que estaba rondando hace unos meses en Facebook cuando ví al pelado tirarse desde el puente hacia el río. El que haya visto el video lo recordará de inmediato por la crudeza de sus imágenes, el que no lo haya visto simplemente olvide que hice mención a él. El pelado, sin embargo, cayó al agua con entereza y salió para volverse a tirar, ya no del puente sino de un árbol cercano, otra vez al río.

Los ríos. Esas masas de agua increíblemente grandes que tantos bogotanos hemos olvidado que existen. Sí, los ríos, parte de ese 2% de agua del plateta que es dulce. En este caso estoy hablando del río Cravo Sur que pasa por el oriente colombiano, desemboca en el río Meta, que desemboca en el Orinoco, que desemboca en el Océano Atlántico, en Venezuela. En ese río estaba hoy bañándome con otro medio centenar de personas, compartiendo el agua y otros líquidos como el orín y similares. Siguiendo con mis posts de vacaciones, hablaré de algunos hitos del día. No hubo cámara por miedo a que se la robaran o a que se mojara, por lo que no habrán fotos.

Lo primero que me causó impresión y una muy buena sorpresa fue la calidad de la carretera. La última vez que me estube bañando en ese pozo (el año pasado por ésta época) la carretera estaba en bastante mal estado. Aunque no tanto como la trocha por la que nos metieron ayer, sí tocaba tener pericia para no tirarse el carrito. Ahora no, han arreglado toda la carretera y está en excelente estado, el pavimento nuevo, algunos tramos aún sin señalizar, pero totalmente transitable. Es bueno ver que este gobierno ha hecho algo más que propaganda y plata para los corruptos.

El pozo en sí (la niata, para los que deseen) es una quebrada aledaña al río. Por ser hoy domingo y por ser hoy 20 de diciembre, como cabe esperar, estaba a reventar de gente. Y como el baño es gratis, no nos mintamos, no se podía esperar a la crema y nata de la sociedad yopalense. El charco cuenta con servicio de parqueadero no oficial (un señor paisa, creo, montó un negocio en una parcela por ahí cerca, pasando la carretera a mano derecha) que además es centro de convenciones. Se estaba celebrando un matrimonio cuando llegamos, muy autóctono él, muy autóctona ella, muy formalitos, ala.

Se notaba la ascendencia indígena de la población cuando entramos al agua. Hubiera sido, creo, el sueño de un antropólogo. Sin embargo hay otra sorpresa (o no tan sorpresa, de hecho) que no me sentó tan bien como la de la carretera: un árbol con un basurero a los pies. Cajas de icopor, bolsas plásticas, desechos orgánicos, y en resumen casi todo lo que una persona del común puede llamar basura. Es cierto que no estabamos tratando con literatos o pintores, pero es indignante que la belleza de semejante sitio (porque es lindo el condenado, después de todo) se vea opacada por los actos de sus bañantes. Más indignante aún es que no hayan canecas de la basura. Pero bueno.

En el pozo había abundantes peces, aunque ninguno de un tamaño apetitoso.  Al final de la jornada el señor paisa nos regaló unas tres libras de carne asada (supongo que sobrantes del matrimonio), con lo que comimos suficiente para el resto del día. Otra vez la amabilidad del colombiano se hace presente. De vuelta, pasamos donde unos familiares a cantar villancicos y comer buñuelo, todo muy normal. Acabo ese post reflexionando otra vez acerca de la amabilidad del colombiano, y cuestionandome sobre los logros del actual gobierno… peligrosa reflexión.

Solidaridad

Fecha del post: 19 de diciembre de 2009

El viaje fue largo, más de lo esperado, que de por sí era bastante. Ahora escribo estas líneas sentado en una cama a más de 300 kilómetros de Bogotá, sin Internet, sin teléfono, sin televisión y con, calculo, una docena de murciélagos haciendome compañía en la habitación. Doy inicio a un ambicioso proyecto personal de escribir sobre cosas que me impacten en mi viaje de vacaciones (¡por fin!).

Como dije, el viaje fue largo. Cerca de 12 horas en total, contando paradas a comer, trancones y otros imprevistos. Normalmente el viaje de Bogotá a Yopal demora, en carro, 8 horas a lo sumo, aunque esperabamos que durara 10 horas. De no ser por un solo incidente de dos horas, hubieramos cumplido el intinerario casi al pie de la letra. Pero primero una crítica, que hacía falta: ¿a qué gobierno se le ocurre ponerse a arreglar una carretera tan concurrida como es la de Bogotá – Villavicencio un sábado 19 de diciembre por la mañana? Eso nos quitó cerca de media hora (a nosotros y a otros viajeros), esperando que los que subían pasaran porque un carril estaba cerrado por los arreglos.

En el camino de Villavicencio a Yopal había un accidente. Un camión chocó con un automóvil, hubo muertos, por lo que alcancé a oír. El hecho es que a todos los que ibamos por esa carretera (y acá es cuando uno se da cuenta de que las carreteras que se ven vacías no siempre lo están), por el levantamiendo de cadáveres y otras cosas relacionadas con el accidente, nos mandaron por una, digámolo así, variante. ¿Qué pasó? Hubo un accidente y la vía va a estar cerrada un tiempo; cojan por acá que eso en 20 minutos vuelven a la carretera principal. Bueno gracias. Al parecer el señor agente no tenía ni idea de lo que significan 20 minutos, no tenía ni idea de cómo era la variante, o simplemente decidió hacernos una broma de muy mal gusto. En todo caso, los 20 minutos se convirtieron en 2 horas.

Le pido al lector que haga un ejercicio de imaginación. Imagine si puede, unos quinientos carros de todas las calañas (menos tractomulas) pasando en fila india por trochas diseñadas para tractores y caballos. Allí iba de todo, desde el mazda 323 (pobre, cómo sufrió) hasta el camión con ganado. Y todos en fila, sin pasarse, (salvo algún caballero que nos quería demostrar al resto de la manada los poderes de su 4×4) en silencio. Si un carro [pequeño] se quedaba atascado, inmediatamente los que iban atrás se paraban, se bajaban y entre todos lo sacaban del atolladero. Lo sé porque lo ví y porque nos pasó, en el papel del carro pequeño, claro (aprovecho para dar las gracias al señor camionero que ayudó a un Mazda Allegro a salir de el balancín en el que se encontraba).

En una ocasión, el Mazda 323 del que hablo se frenó por un meter una llanta en un hueco, del cual le fue imposible salir por su propia cuenta. Un taxi, que iba adelande de él, paró. El taxista se bajó, ayudó a sacar al pobre carrito y entre los dos conductores pusieron piedras y ramas en el hueco, como advertencia.

Sí, fue observable, sin lugar a dudas. Memorable. Aunque no sé que pasó con los pasajeros de un bus que, dándoselas de muy vivo se metió por un atajo y quedó atascado, supongo que al final habrán logrado salir de tamaño aprieto. Es que una cosa es un Allegro que no pesa más de dos toneladas, y otra un bus de la Flota Sugamuxi. Pero bueno, después de todo salimos de la variante victoriosos se podría decir, y el resto del camino fue muy normal. Como siempre, el paisaje muy bello, el viento muy fuerte, el calor infernal, el llano es lindo, ¡carajo!

Al parecer después de todo el colombiano no es tan guache. Por algo eso es lo que aman los extranjeros de esta tierra del sagrado corazón,su gente, porque no será su industria o sus construcciones maravillosas. Los colombianos somos buena gente, eso hay que reconocerlo. No es soberbia, es auto crítica; a veces pecamos de bobos. Pero ese es tema de otro post, y los bichos ya están empezando a estresarme con sus repetidas arremetidas contra la pantalla.

Fotos pendientes.