El vivo vive el bobo…

…y el bobo de papi y mami. Don Julián tiene una tienda, vende cacharros en San Andresito, de contrabando. Al otro lado de la calle, un gamín mira con desdén a la señora que se acerca al local de don Julián, preguntando con una aparente inocencia por una cámara fotográfica. Doña Gabriela ya ha recorrido la mitad de las tiendas de San Andresito en busca de la cámara, y piensa que los precios de esta última son realmente bajos, en comparación con el resto.
— Nooo, pero eso está muy caro, acá en esta misma cuadra lo puedo conseguir más barato.
— Madre, pero le voy a decir una de las cosas: usted puede decir que acá es mas cara, pero es porque muchos locales de por acá son lavaderos de verdes, ¿si me entiende?. ¿Si ha visto las noticias doña? Nosotros no matamos al país, pero por acá hay mucho mugriento que no le importa la patria.
— Hay, pero deme una rebajita, mire que yo me convierto en cliente…
— No se doña, es que queda muy difícil, porque a eso salen, no se le gana nada, ¿ve?
— Mire que se lo pago en efectivo, es que no me queda para devolverme, y como le subieron al bus…
— Pues en efectivo no se, déjeme hablo con en patrón y miro a ver si puedo hacer algo.
Don Julián sale de la tienda hacia la bodega, y se encierra en su oficina. Se sirve un tinto, y decide no perder esa cliente. De todas maneras la mercancía le había salido barata la última vez gracias a ese contacto en Panamá. Termina su café y sale agitado hacia el local, donde la señora aguarda paciente, entreteniéndose con los televisores plasma que habían llegado esa mañana.
— Doña, hablé con el jefe.
— ¿Y qué dijo?
— Que bueno.
— Ah, qué bien. Entonces me la empaca, ¿por favor?
— Sí señora.
— Mire, docientos cincuenta mil.
— ¿Perdón?
— ¿No habíamos quedado en eso?
— Docientos sesenta mil.
— ¿Y no me rebaja diez mil pesos más?
— No señora, ahí si no se puede.
— Bueno, pero entonces encímeme algo, no sea malo.
— Mi señora, como hago para explicarle que no puedo, el jefe me mata si se pierde algo, todo está inventariado.
— Bueno está bien.
Doña Gabriela sabe que no va a poder conseguir esa cámara a un mejor precio, y sabe también que el vendedor es consciente de eso. Tal vez no el vendedor, pero sí su jefe, el de la bodega.
— ¿Y esta cuánto vale?
— Esa es buena, se la tengo en ochocientos mil pesos.
— Uy, gracias. Mire.
— Listo mi doña, mire la tarjeta, para que vuelva.
— Sí, bueno. Gracias.
— A usted doña.
A doña Gabriela le había salido la cámara por mucho menos de lo que tenía planeado, y podía ahora gastarse el excedente en un reloj que había visto en un centro comercial y que le había encantado.
— Madre, una moneda por el amor de dios…
— No.