El bloqueo

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Hoy a las siete de la mañana algunos edificios de la Universidad Nacional estaban bloqueados por los esdutiantes. Antes de saltar a criticar las vías del hecho sólo por que sí, me gustaría dejar algo en claro: con estos bloqueos sí estoy de acuerdo. Son necesarios si queremos que el país se entere de lo que pasa al interior de la Universidad, sobre todo teniendo en cuenta la desinformación descarada por parte de los medios oficiales. Eso por un lado.

Por otro lado, la forma en que estos bloqueos están pensado puede que sea la apropiada. El de esta mañana, por ejemplo, era un bloqueo programado para durar dos horas. No más. Se bloquea para que la comunidad que de encuentra a las 7 qued enterada y a las 9 se desbloquea para tener la mayor cantidad de impacto posible (ya que los estudiates se quedan en la Universidad porque tienen clase y no se van como consecuencia de los bloqueos) y hacer menos daño al semestre, de por sí maltrecho por el paro de trabajadores (el cual me parece un abuso injustificado y exagerado).

El bloqueo de esta mañana, por lo que pude ver, además era lo menos violento posible: las cosas bloqueando las puertas eran curitas gigantes, de papel, explicando las razones. Lo que más me pareció interesante y de rescatar: el bloqueo, aunque no era difícil de remover, duró más o menos lo esperado. A eso de las 8 se estaba desbloqueando el edificio de Ciencia y Tecnología, y Aulas de ingeniería a las 8 y pico. Si bien el bloqueo no duró hasta las 9 en muchos casos, cumplió con lo que se propuso. Y sobre todo, la comunidad comprendió la razón de ser de éste, y no lo destruyó como se hubiera podido esperar.

Yo espero ver más bloqueos como el de esta mañana. Bloqueos pacíficos, no obra del arrume de sillas y pupitres hecho por un grupo de encapuchados, que aprovechan para intimidar a estudiantes y profesores, rayar las paredes y tratar de propagar ideologías vetustas, sin sentido y comprobadamente ineficientes.

En cuanto a la razón de los bloqueos, no hay más que entrar al campus para darse cuenta que no es paja. Parece mentira que la propia Universidad, desde su oficialidad, se empeñe en decir que la crisis no es real. Tratar de tapar el Sol con la mano no tiene sentido, y el Gobierno lo aprendió hace poco cuando el presidente dijo que el tal paro nacional agrario no existía. Y ya todos sabemos cómo terminó eso. La Universidad Nacional se está cayendo a pedazos, y decir que no lo está sólo va a crear inconformidad entre la comunidad, que sabe y ve todos los días lo que es innegable.

Llámenme anticuado

Mucha gente lo toma como algo natural o simplemente no le pone cuidado, pero yo no puedo dejar de maravillarme ante lo que es posible hacer usando la tecnología disponible hoy como mainstream. A mi me cuesta sentir natural el poder enviar un texto a una persona a miles de kilómetros de distancia y que llegue en cuestión de segundos. Me cuesta que acceder a una buena parte de la suma del conocimiento humano sea tan fácil como sacar un objeto pequeño de mi bolsillo y hacer unos cuantos movimientos con el pulgar. Me sorprende poder llevar el equivalente a una biblioteca de varios estantes en mi bolsillo.

Es posible que todo eso me sorprenda por el simple hecho de que yo sé a grandes rasgos como funciona. Yo sé que no es magia, sé que no es tan fácil como hacer unos movimientos con el dedo, oprimir un botón y esperar que el milagro pase. No es así, al menos desde el punto de vista de lo que pasa tras bambalinas. Lo que hace que todo eso sea posible es un conjunto de tecnologías tan enorme que es difícil imaginarlo sin ser conocedor del tema. Y sabiendo algo al respecto resulta abrumador.

Desde la tecnología táctil que permite interactuar con un celular por medio de movimientos naturales de los dedos para escribir un mensaje, pasando por la aplicación del celular que transmite el mensaje, siguiendo con la tecnología de ondas de radio que realiza la transmisión del mensaje desde el celular hasta una antena, luego los kilómetros y kilómetros de infraestructura submarina para hacer llegar el mensaje (para este momento convertido a impulsos lumínicos) a los servidores de la compañía que presta el servicio, guardarlos allí y hacer el mismo proceso devuelta, para entregar el mensaje a su destinatario. Seguro, es más rápido y económico que enviar a un cristiano corriendo con un papel en la mano, pero a la vez requiere más ingenio, infraestructura y es increíblemente más complejo.

Todo eso pasa. Cosas como Google, Whatsapp o Facebook existen, y son usadas y dadas por hecho por millones de personas, sin percatarse de que es un verdadero milagro que existan en primer lugar. Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia, decía alguien por ahí, o algo así. Supongo que ese es en últimas el objetivo.

Minicuentos

Los escribí hace un tiempo, pero ahora quiero publicarlos.

Características básicas de un mini cuento

La pasada semana se realizó una extremadamente seria investigación sobre el género mini cuento. Durante los primeros dos días nuestros investigadores se dedicaron a lanzarse miradas inquisitivas los unos a los otros, pagados ocho horas diarias, mientras nuestro equipo de ladrones, Equipo Yasuri, entraba furtivamente a las casas de los escritores más representativos del género para robar sus obras. A lo largo de los segundos dos días nuestros serios investigadores trabajaron arduamente lanzándole miradas inquisitivas al material logrado por el Equipo Yasuri, entretanto que el Equipo Yasuri refregaba sus extremadamente serios testículos contra las uñas de sus manos. El viernes el perro del líder del proyecto estuvo de cumpleaños y, como regalo, su amo dejó las conclusiones finales de la investigación en sus patas. A continuación se presentan dichas conclusiones.

Un mini cuento debe:

  1. Tener huesos en su contenido.
  2. Tener perras en su contenido.
  3. Terminar con la muerte de algún personaje.
  4. No tener más de dos párrafos.
  5. Incluir elementos ficticios (magia, animales que hablan, juguetes vivos, administraciones transparentes, etc.).
  6. Estar ambientado en la ciudad.

Dadas las características del mini cuento, se presentarán en seguida tres ejemplos, escogidos cuidadosamente por nuestro equipo seleccionador de mini cuentos.

Las pulgas de Rita

Rita era una perra citadina. Además de ser una perra citadina, era también una perra doméstica y sus amos, de eso estaba segura, eran de la gente más prestante de la ciudad. A Rita le gustaba que la acariciaran los niños de la casa cuando llegaban del colegio; le gustaba que Diana, la señora, le comprara huesos con sabor a salami cada dos semanas, para esconderlos con entusiasmo debajo de las plantas del amplio jardín; le gustaba orinar en las flores de la casa vecina para meter en líos a Rufo, el perro de la señora Mariana. Pero lo que más le gustaba a Rita era escuchar las interesantes conversaciones que mantenían sus pulgas cuando estaban cerca a sus orejas.

Un buen día Rita olvidó su estatus, su orgullo y el honor de su familia y lo hizo en público. El placer fugaz nunca valió la pena, pues la humillación de rascarse para una perra de su alcurnia era demasiado grande y demasiado penosa como para vivir con ella. Sí, Rita era una perra citadina, y sus pulgas tuvieron que buscar otro huésped, uno un poco menos preocupado por su orgullo y más por su existencia.

Chocolates asesinos

Ladra, y con el ruido siente como todos y cada uno de sus huesos vibra como un par de maracas. Ladra de nuevo, más duro de lo que nunca había ladrado en su vida. Ladra una vez más, para sentir con sorpresa sus patas despegarse del suelo y ver el cuerpo de su amo alejarse en el andén, estupefacto. Cuando era sólo una cachorra le habían dicho que si lograba ladrar con suficiente fuerza volaría, pero nunca creyó semejantes historias. Ahora cree.

Ha volado por varias horas. A pesar de su escepticismo, siempre quiso saber que se suponía que pasaba si ladraba una vez en el aire. Nadie nunca le dio una respuesta, de modo que en este momento siente como su corazón palpita ante la pregunta nuevamente. Ladra, y ve cómo la gran fábrica de chocolates se agranda sin tregua mientras el viento, cada vez más contaminado por el humo de los miles de carros kilómetros abajo, choca contra su pelaje violentamente. Ladra otra vez, pero esta vez le faltó un poco, sólo un poco de fuerza en su ladrido. Charlie nunca imaginó el nuevo ingrediente que iría un día a caer del cielo.

Hambre

El cliente la miró como quien mira un televisor en una vitrina y dijo con voz pausada, “esta”. Era ciertamente un personaje grotesco: alto y gordo, su barriga se salía por entre los botones de su camisa blanca, manchada con lo que parecía ser sangre muy sucia y ligeramente más oscura en el área de las axilas. No importaba; ella tenía que hacer su trabajo. Sus hijos, sus malditamente hambrientos hijos la estaban esperando en esa pocilga que llamaban con inocente y ridícula sonrisa “casa”, al otro lado de la oscura ciudad. “Es toda suya, amigo”, dijo el proxeneta al recibir un fajo de billetes de baja denominación. El inmundo le hizo una mueca morbosa y entró a la pieza.

El cliente movía energéticamente su cadera de atrás a adelante al tiempo que se limpiaba restos de carne de los dientes con un hueso partido y putrefacto. Ella nunca pensó que alguien de esa compostura pudiera mover tan rápidamente parte alguna de su cuerpo. Nunca había tenido que hacer algo tan asqueroso como lo que estaba haciendo en ese momento. El hedor era insoportable y las pezuñas de ese repugnante animal le lastimaban la espalda. No era más algo normal lo que tenía dentro de sí, no era más una nariz humana la que olía sonoramente su nuca. Deseó que todo terminara, gritó, y un gran cerdo muerto y nauseabundo cayó sobre su desnudo y lastimado cuerpo. Sus hijos tendrían qué comer esa noche.

El adiós

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Atención: he redactado por lo menos cuatro veces este párrafo tratando de advertir del carácter personal de este post. Está intentado para que un puñado de personas específicas, de entre los miles de millones de internautas, lo lea. Si el lector no me conoce es muy probable que encuentre la entrada sumamente aburrida e irrelevante, y si me conoce, también. Aún así lo publico, en vez de simplemente tenerlo en formato físico, estampillarlo y enviarlo por correo a sus destinatarios, por la simple posibilidad de que alguien se pueda identificar aunque sea sólo un poco. No soy de los que escribe cosas personales y las publica, y no pienso empezar a hacerlo regularmente.

El viernes 22 de julio de 2011 tengo que salir de acá. He vivido y trabajado como voluntario en el mismo lugar desde hace unos diez meses y medio. He conocido gente, he mejorado el inglés, he tenido tardes que han parecido infinitas, con tiempo para meditar, con tiempo para perder. He ido a fiestas, he hablado sobre moda, política internacional, perros, gatos, discapacidad, sexo, dinero, literatura, cine, computadores. He dormido en el piso, en docenas de sofás diferentes, en la calle, en camas de hostales de mala muerte y en camas de sobra de casas pertenecientes a prácticamente desconocidos y a inmprácticamente amigos. He viajado en tren, en bus, en metro, a pie, en cicla, en carro particular, incluso en taxi. He tomado cerveza de seis libras esterlinas y de una, he visitado pubs, clubs y bars. Me he sentido solo en más de una ocasión, he extrañado a los míos en Colombia, he visto partir gente que sé que nunca más veré en la vida. He comido una papa gigante con frijoles y atún como almuerzo más veces de las que me hubieran gustado, y he dejado de desayunar por dormir diez minutos de más más veces de las que mi padres querrían saber. Me he ahogado en mi desorden, hasta el punto de empezar a limpiar por mi cuenta, un par de veces. He ido a lugares que me han sorprendido gratamente y a lugares de los que esperaba una grata sorpresa.

De los bafles del bus verde salía una melodía algo conocida: no need to hide, and cry, it’s a wonderful, wonderful life… Mientras, yo miraba por la ventana los campos, los pequeños montes de la campiña inglesa, las casonas, los árboles del camino. Al lado mío, Peter cantaba entusiasmado la canción, a veces confundiendo las letras, a veces simplemente adivinando. El bus paró. Al entrar en mi cuarto, el que ahora considero mi cuarto, vi la maleta que hace casi once meses había empacado en Bogotá. En el centro, rodeada por el desorden, abierta, rellena hasta la mitad con algunas de mis ropas, como esperando a ser desempacada, un recordatorio del poco tiempo que me quedaba. Ahí está, en este preciso instante, abierta de par en par, al lado de los afiches que traje para colgar y que nunca colgué, y del paquete vacío de Coffee Delight que traje para regalar y teminé devorando. Antenoche inscribí materias. Fue como un baldado de agua fría que me hizo caer en cuenta de que en poco tiempo iba a volver, que yo iba a ser esa persona que ellos no volverían a ver en la vida.

Tomé las llaves de la puerta con la mano izquierda y traté de girar la cerradura. Aunque soy diestro, siempre trato de tomar la bolsa pesada con el brazo izquierdo, abrir la puerta con la mano izquierda, dar más pasos con el pie izquierdo al subir la escalera. Al entrar el apartamento, mi mamá me saludó con una expresión que pocas veces había visto en su cara. Luego iría a descubrir la razón: una carta de confirmación. Viajaría a Inglaterra en poco más de medio año, en un programa de intercambio cultural. Mi cabeza se llenó de conversaciones imaginarias con extraños, imágenes de un Londres frío y oscuro, fiestas, conciertos, obras de teatro, convenciones de usuarios de Linux, horas en el gimnasio, viajes por Europa, verano, invierno, primavera, otoño. Los siguientes meses fueron eternos, meses de formación de filas, preparación de papeles para la visa, conversaciones eludiendo el tema con María, conversaciones acerca del tema con María, campamentos de preparación, alistar maletas, comprar regalos, salir un domingo por la madrugada, despedida, lágrimas, abrazos, sorpresas, fila, aduana, sello, avión.

Los sentimientos son encontrados, como esperé que fueran. Y cuando llegue a Bogotá entraré en mi cuarto, y veré mi cama, los cuadros en la pared, los afiches que puse poco antes de partir y que me van a parecer que nunca estuvieron ahí, el piano lleno de polvo a otro lado de la habitación, mi armario y adentro la ropa que decidí no traer. Saldré a dar un paseo por el apartamento y me encontraré de nuevo con los muebles de la sala, con la nevera, con los cuartos de las personas que me fueron a recoger al aeropuerto. Y cuando, depués caer dormido en la cama que una vez fue mía, despierte, murmuraré palabras en inglés acerca de mi sueño, buscaré el celular en la mesita de noche y sólo encontraré muro frío, exploraré con la vista nublada el techo en busca de las fotos de mi familia y hallaré que las caras mirándome serán las reales. Tal vez eso pase, o tal vez duerma y al despertar y ver mi cuarto no esté seguro, por varios minutos, de que lo vivido no fue más que un sueño, uno de esos sueños que solía tener semanas antes de venirme, acerca de cómo iba a ser todo.

Después de pasar una semana en el Festival de Edimburgo haré frente a mi futuro de nuevo en Colombia. Entraré a clases y me preocuparé por trabajos y parciales de nuevo. Volveré a esconder el celular cuando camine por la calle, haré fila en el Transmilenio para entrar a un bus en el que me es imposible leer, volveré a ojear en el periódico noticias de masacres y parapolítica, y una que otra nota que haga referencia a ese mundo en el que yo estuve viviendo alguna vez, ahora inalcanzable y no de mi incumbencia. Caminaré por la noche con un ojo en la espalda y no me atreveré de salir de las discotecas si no es en taxi. La cerveza volverá a valer mil quinientos pesos, las llamadas a celular trescientos y los corrientazos cinco mil. Es posible que, en la noche, depués de todo el ajetreo del día, me conecte a Facebook o Skype y lea con indiferencia fingida sobre las vidas de esos que conocí acá. Apagaré el computador y en algunas ocasiones, cada vez menos, soñaré con Inglaterra. Al despertar la vida continuará, y feliz me volveré a acostumbrar a ser amado por gente a la que puedo tocar con sólo extender la mano; entonces ya no extrañaré a los míos, y el riesgo que supondrá salir a la calle no será más que un costo insignificante comparado con los beneficios.

Simbita, el león de la foto, me ha acompañado a muchos de los lugares a los que he ido. En la imagen está conociendo la nieve a un nivel muy personal.

El legado de los narcos

—Guten tag— me saludó el policía con una sincera sonrisa en la boca.

—Guten tag— dije, sabiendo que me estaba echando la soga al cuello: eso es lo único que puedo decir con fluidez en alemán.

El policía dijo algo dirigiéndose a mí, a lo que yo respondí:

—Sorry, I don’t speak German.

—Your passport, please— su sonrisa cómoda se mantenía.

Le pasé mi pasaporte y la expresión de su cara cambió radicalmente en menos tiempo del que pensé que eso fuera posible. Primero miró el lomo como quien mira a un objeto del que se tienen serias sospechas de que pueda explotar en cualquier momento. Luego, al encontrarlo inofensivo, lo abrió. Yo ya sabía lo que estaba pasando: se había percatado de mi nacionalidad, y la sonrisa bonachona reservada para europeos y estadounidenses había sido reemplazada por una escrutadora mirada. Subió de nuevo la mirada hacia mi cara y esta vez sus ojos parecían desconfiar de cada centímetro de mí.

—Do you speak English?— me preguntó, como si no pudiese creer que alguien de mis latitudes fuera capaz de aprender más de un idioma, como si las palabras cruzadas anteriormente hubieran sido con otra persona.

—I do.

—What is your birth date?

Respondí a la pregunta. Miró de nuevo mi pasaporte, miró mi foto, me miró a mí, miró de nuevo la foto. Le mostró mi pasaporte a su compañero. Ambos rieron con un gesto burlón. Volvió a su asunto con mi pasaporte, pasó las hojas, miró el diseño, miró la visa con detenimiento, miró de nuevo la foto, de nuevo a mí y de nuevo a la foto. Mientras tanto en la otra cabina pasaban y pasaban pasajeros. Media docena, por lo menos. Tecleó rápidamente en su teclado, una y otra vez. Al final se dio por vencido en encontrar más excusas para demorarme aún más e imprimió un sello secamente sobre mi documento. Me lo devolvió.

—Good flight.

Yo no dije nada.

Dos semanas antes la escena había sido similar, ya me estaba acostumbrando.

—Welcome to Germany, do you speak English?

—Yes.

—Can I have your passport, please?

—Here it is.

De nuevo el cambio súbito de cara.

—Why are you coming to Germany?

—I’m gonna visit a relative.

Ese es el tipo de preguntas que se podrían calificar de normales, sin embargo:

—Do you have a credit card?

—I got a debit card.

—Do you have cash?

—Yes.

—Are you living in the UK?

—Yes.

—Are you going back to Kolumbien?

—After I finish what I’m doing in England, yes, I’m coming back to Colombia.

—Where does you host in Germany live?

—He’s from Berlin.

—Do you have an invitation letter?

—Yes.

—Do you have it here?

Por supuesto, todas esas preguntas eran totalmente carentes de sentido, puesto que para obtener la visa Schengen me pidieron papeles para soportar todo, incluyendo una carta de invitación de mi huésped en Alemania. Antes del vuelo me había preguntado si debería llevar todos esos documentos conmigo. «No tiene sentido, pero por si las moscas», me dije.

—Yes.

Se la entregué, él la leyó rápidamente. Mi huésped era alemán de nacimiento y yo le había pedido expresamente que en la carta escribiera que mi hospedaje y alimentación corrían por cuenta de él. Al terminar de leer la carta el policía cambió de nuevo de semblante.

—Welcome to Germany, enjoy your stay—me dijo, mientras estampaba un sonoro sello en mi pasaporte. Me pareció que le ponía un especial énfasis a la palabra «stay».

Confieso que los hechos han sido mucho más suaves de lo que yo esperaba. Muchas historias había escuchado acerca de las porquerías que nos hacen a los colombianos en los aeropuertos europeos y cuando llegué a Londres estaba psicológicamente preparado para literalmente todo. Pero resultó que los policías londinenses del aeropuerto heathrow fueron más amables de lo esperado. De modo que al arribar al aeropuerto Schoenefeld de Berlín el trato que recibí me tomó un poco por sorpresa. Horas más tarde seguía pensando en el asunto y llegué a la conclusión de que, en retrospectiva, no había sido tan malo.

En todo caso Berlín es una ciudad que tiene para el visitante mucho más que ofrecer que una policía aeroportuaria con hormigas en la ingle.