Un ejemplo de cómo la derecha puede llegar a ser mejor que la izquierda

Los encargados de manejar la estación de Trasmilenio de la Universidad Nacional por la carrera 30 (obvio, la de la calle 26 debería estar funcionando desde hace años pero por alguna razón sobrenatural las obras no se han podido completar) tienen un serio problema de, cómo lo llamaríamos, sentido común. Durante las horas en que no hay mucha congestión, esto es, durante las horas cercanas al medio día, cuando sólo cerca de la mitad de los pasajeros en uno de esos buses rojos viaja de pie, no hay demasiado problema y el acceso a la estación es, por llamarlo de algún modo, comparativamente descongestionado. Sin embargo en las horas pico, las más neurálgicas para el transporte de la capital, un problema de logística surge de entre las incompetentes mentes de quienes decidieron la forma en que los peatones y futuros pasajeros deben entrar a la estación.

Estoy hablando de la entrada sur, la que queda más cercana a la puerta central de la Universidad, y la que es más congestionada. La entrada sur de la estación consiste, como muchas otras entradas a lo largo del sistema, de un puente metálico (cuyo piso se encuentra en decadencia, doblado y hundido a causa de las bandadas de estudiantes que diariamente tratan de huir del campus), una caseta para comprar pasajes hacia el lado derecho de la entrada y más adelante, tres ruedas giratorias de cerca de un metro de alto, para que los pasajeros presenten su tarjeta (previamente comprada en la caseta o adquirida con anterioridad) y así puedan acceder al sistema que los llevará a sus respectivos destinos rápida, limpia y cómoda y económicamente.

Ahora bien, como todos sabemos, en Colombia se tiene la costumbre de manejar por la derecha, andar por la derecha, incluso gobernar por la derecha. El hecho de que algunos vivos intenten hacer lo contrario (me refiero a lo de manejar, claro) no implica que el clima general del país sea siniestro. Por otro lado, es totalmente comprensible que a una hora tan crítica como, digamos, las 6 de la tarde, cuando filas que se toman la mitad del puente de acceso se forman y, relativamente hablando, es poca la gente que sale de la estación, dos de las ruedas giratorias sean dedicadas para ingreso mientras que la otra restante se utilice para que los ex-pasajeros salgan, con sus corazones rotos por dejar atrás tan buen servicio, del sistema.

Teniendo en cuenta esos dos puntos, lo lógico sería que se respetase el statu quo y tanto pasajeros que salen como los que entran lo hicieran por sus respectivas derechas. Lamentablemente la realidad es la contraria, y a los pasajeros que salen de la estación sólo se les permite salir por la izquierda, es decir la salida/entrada más cercana a la caseta de tiquetería, y a los pasajeros que van a comenzar su trayecto sólo se les tiene permitido entrar a la estación también por su izquierda. Esto no tiene sentido.

Cuando uno va a salir de la estación la lógica le dicta que camine por la derecha, pero se encuentra con que todo el mundo está entrando por donde uno pensaba salir. Luego se percata de un agente, normalmente policía bachiller, a quien le asignan la infausta tarea de gritar, apercollado por las axilas, cabezas y torsos de quienes entran y salen, «salida por acá por favor». Parece ser que el desafortunado cristiano no cumple a cabalidad con su tarea y algunos, haciendo uso de la lógica nacional (la de la pereza), intentan entrar a la estación por el lado más cercano a la caseta. Se encuentran entonces con un servidor que va de salida, y con varias docenas más adelante y atrás de él, en una fila india difícil de ver en el caos capitalino en cualquier otra situación. Sus caras de frustración dado que llevan varios minutos esperando un huequito por donde colarse con evidentes.

Una vez afuera de la estación, es decir, una vez se cumple que para volver a tomar un bus articulado tendría que pagar otro pasaje, uno se encuentra con una masa de gente que trata de ingresar, y que uno tiene que atravesar para poder acomodarse y andar por el lado derecho (¡como debieron ser las cosas desde un principio!). Esta faena normalmente supone manoseada, maleta trabada entre las espaldas o hombros de dos compañeros de penurias y olida de extraños aromas, entre otros. Todo por unos módicos 1 750 pesares.

El arte

El lunes pasado terminó ArtBO, la feria y exposición de arte realizada en Corferias, en Bogotá. Por cuatro días los bogotanos tuvimos la oportunidad de deleitarnos con las muestras de expresiones artísticas audiovisuales de todas partes del mundo; se nos dio el camino al disfrute por nuestra parte de cuadros, esculturas, proyecciones y demás suerte de cosas artísticas enriquecedoras del ego de nuestro intelecto. Yo estuve allí, y vi con curiosidad arrasadora las caras perplejas de las personas contemplando las obras colgadas en las paredes blancas. Luego me miré a mí mismo, con mi cámara en el cuello, tomado de la mano de María, ella también con su cámara al cuello; poniendo mi cuerpo en posiciones ridículas y sórdidas para captar una instantánea. ¿Seré yo de aquel tipo de gente, parte de aquellos individuos que se sienten atraídos por la sola posibilidad de mostrarse como «intelectuales», exhibiendo su caras hipnotizadas al frente de dibujos sobre los que no entienden absolutamente nada, pero que aún así esperan que los que las observan creen que sí lo hacen?

Al salir de Corferias tomamos un taxi y el conductor me pareció una persona curiosa: pocos segundos después de subirnos a su vehículo yo estaba seguro de que nos iba a drogar y quitar algún órgano; eso lo pensé por la forma de su cara (lo siento, hay gente que definitivamente tiene cara de crápula y ahí no hay nada que hacer). Sin embargo me sorprendió cuando preguntó con una amabilidad muy rara en su gremio acerca de nuestro destino. Le di las instrucciones, que más que instrucciones eran el lugar, tratando de ser igual de amable y tragándome mi orgullo por haber juzgado a priori. Arrancó y yo no podía dejar de observarlo. Al voltear por la calle que va pegada a Corferias sus ojos se sumieron en los espacios del pabellón principal de la feria, en los estantes protegidos por los vidrios de la fachada, en la gente que caminaba perezosamente entre los cuadros; como si él mismo se muriese por estar ahí adentro, pero sus prioridades estuvieran por otro lado. Decidí quedarme con esa imagen del conductor, apoyada por su amabilidad.

Al dejarnos en nuestro destino le pagamos y él dio las gracias, muy decentemente. Caí en cuenta entonces de que el hombre en realidad era un taxista culto, de esos que pocas veces se ven, normalmente entrados en años, bien vestidos, amables y que no corren demasiado. De esos viejos de la ciudad a los que les gusta leer, la buena comida, ir a una que otra exposición. O tal vez no, tal vez sólo era un taxista amable que se preguntaba de qué diablos iba todo ese revuelto en Corferias. En todo caso me cayó bien, y estuve incluso tentado a darle propina; no soy de los que da propina muy a menudo (mi condición de estudiante no me lo permite), y mucho menos a los taxistas, pero cuando tengo la posibilidad y el servicio se lo merece, no encuentro ningún problema; incluso me da rabia cuando alguien que puede niega la propina de un servicio bien prestado.

En cuanto a de qué diablos iba todo ese revuelto en Corferias, ArtBO cumplió con mis expectativas, y me hizo preguntarme el papel de la cultura en todos nosotros. El evento estaba plagado de extranjeros e individuos pertenecientes a los sectores más pujantes de la sociedad bogotana, que caminaban con lerdez por entre las galerías, comentando animosamente las obras expuestas, señalando, observando. Algunos definitivamente estaban allí por el orgullo de poder decir «estuve viendo arte el domingo», otros tenían motivos más genuinos. Pero dejando de lado los motivos de la gente para asistir, llegué a la conclusión (de nuevo) de que el arte, y la cultura en general, son muy importantes en la vida de una sociedad que se llame a si misma civilizada. La entrada a artBO costaba quince mil pesos, siete mil para estudiantes, y el evento estuvo bastante decente, desde el humilde punto de vista de un servidor que poco o nada sabe de arte, hay que aclarar.

Aunque la mayor parte de las piezas artísticas se escapaban al dominio de las cosas sobre las que puedo tomar una opinión, algunas de ellas (las más básicas y las que recibirían más palos por parte de la crítica, tal vez) me parecieron simplemente brillantes y no pude evitar sentir cierto no se qué, no se dónde, al contemplarlas, o aplaudir mentalmente a su creador y proceder con las posiciones incómodas con la cámara fotográfica al frente de mi cara. Supongo que estas cosas son, como todo, cuestión de práctica, y entre más galerías y exposiciones visite, más atraído me sentiré hacia ciertos estilos o métodos, ciertos artistas, y lo que vendrá después, ciertos círculos sociales también. Vida intelectual, creo que la llaman. No me siento particularmente atraído por este sendero, siempre me ha parecido un ambiente algo denso y totalmente despojado de pragmatismo, pero las cosas pueden cambiar. De todas maneras, no es la única manera en que la cultura de manifiesta; personalmente, el teatro o la literatura me llaman un poco más la atención.

Esperemos que Petro cuide ese aspecto también.

Una galería con algunas de las fotos que tomé o que tomó María:

La rabia hablando

Desperté. Había sido un sueño de esos que me gustan, surreal, raro. Algo sobre algunos caballos galopando a toda velocidad sobre las aguas del mar, entrando a un barco por el costado de babor, subiendo unas escaleras y luego hablándome. Recordaba buena parte al escuchar el sonido que salía de algún lado sobre mi mesita de noche y me recuperó de entre los brazos de Morfeo. Abrí un ojo primero, busqué medio a tientas el teléfono celular y lo silencié. Abrí lentamente el otro ojo; la realidad se hacía más clara a medida que me limpiaba las lagañas y las lágrimas acumuladas debajo de mis párpados se retiraban con cada uno de mis perezosos pestañeos. Nueve de la mañana; tenía que estar listo y ensayando en media hora. Me imaginé a mí mismo en una hora, recitando en susurros pasajes de Shakespeare y estremeciéndome con las canciones que salían de la boca de una encantadora Miranda.

Aún con el teléfono en mano, oprimí con el pulgar derecho la apenas distinguible O roja dibujada en su pantalla. El navegador tardó un poco en abrir; al cabo de unos segundos me encontraba revisando Facebook. Dos mensajes. El usual de María; un zancudo había hecho su noche difícil una vez más. Otro, raro, en mayúsculas; debía haber sido algo grave, teniendo en cuenta el remitente. Aún con la modorra de la noche y debajo de las sábanas, leí. Acabaron de matar a alguien, decía. Un portero, al lado de la iglesia de Pablo VI. Mi sopor se desvaneció instantáneamente; casi saltando me senté en mi cama y leí de nuevo. Necesitaba más información, así que con la mayor velocidad que pude desplacé mis dedos por la pequeña superficie luminosa. El sitio web de El Tiempo; la noticia estaba en la página principal, tal cual me supuse. No mucha información, como es acostumbrado: el celador había intentado evitar un atraco cerrando una reja; los hampones, frustrados, le asestaron un tiro en la cabeza y huyeron en una motocicleta de alto cilindraje. Comentarios culpando al Polo, a Samuel, a Santos, a Uribe.

Un vídeo de Caracol Noticias. Algunos testigos siendo entrevistados, un reportero hablando calmadamente, un comandante de policía dando datos. Retratos hablados, investigaciones; percepción de seguridad, Polo, Samuel, Santos, Uribe; seguridad democrática, microtráfico de drogas, crímenes pasionales, bandas, atracadores, desmovilizados. Y al fondo, aparentemente sólo percibido por mí, invisible pero dando sentido a toda la escena, mi barrio. Esa misma puerta que cerró Sogamoso, el celador, me ha visto pasar incontables veces con destino al parque Simón Bolívar, al muro de tenis, a la biblioteca Virgilio Barco. Aquel suelo sobre el que cayó sin vida el cuerpo de Libardo ha sido testigo de besos, helados, cervezas, sudor, música, libros, bicicletas.

Aunque nunca conocí la pobre víctima, sí conozco a otros celadores del barrio. En alguna ocasión alguno me ayudó a librarme de un borracho molesto que nos perseguía a mis amigos y a mí. En otra, otro me condujo a un improvisado puesto de mantenimiento de bicicletas y sombrillas. Son gente de bien, no le hacen daño a nadie, aparte del ocasional galanteo con alguna de las empleadas de servicio del barrio. Tampoco se puede decir que es sólo culpa de ellos, de todas maneras. Y aunque nunca conocí la víctima, y aunque en Colombia se cometen asesinatos por docenas semanalmente, no pude evitar imaginarme a sus hijos, su esposa, sus hermanos; sus caras llenas de dolor al escuchar de la noticia de boca de algún compañero de trabajo de él, de un descorazonado corresponsal en una pantalla fría y gris, o simplemente no escucharla de nadie, sino de la ausencia de Libardo a la hora del desayuno.

No recuerdo momento alguno en los últimos años en que haya sentido tanta rabia, tanta frustración, tanta impotencia y, nuevamente, tanta rabia por los crímenes que desangran mi ciudad y mi país. Para ser honesto, lo primero que se me cruzó por la cabeza fue escribir al respecto. Desahogarme, decir que no era justo que mataran a alguien por hacer su trabajo, decir que antes me sentía seguro en mi barrio, que al cruzar las rejas dejaba de mirar hacia atrás; decir que mi familia, yo mismo incluso, había ido innumerables veces a esas horas de la noche a comprar leche, pan y huevos, y nunca habíamos sentido que eso era una amenaza para nuestras vidas. Ariel no iba a estar totalmente en La Tempestad en los ensayos, pero al menos físicamente tenía que cumplir.

Tal vez fue mejor no escribir en ese mismo instante: es posible que lo único que de mis dedos hubiera salido fuese un manojo sin forma ni sentido de improperios y boñiga verbal. Fui a los ensayos, aunque mi mente se encontraba a miles de kilómetros, al lado de un cuerpo gélido y rígido cubierto hasta la cabeza por una sábana en alguna morgue de Bogotá. Pero aún después de respirar en inglés antiguo y ventilar la ira, sentí la necesidad de saltar sobre el teclado e imprimir sobre los pixeles algo, lo que fuera. La rabia no estaba en la superficie sino en el fondo, analizada, desarmada, desmenuzada. Convertida en otra cosa, pero no destruída; incluso acá se dieron cuenta que algo no estaba bien, que por mi cabeza subdesarrollada pasaba algo, algo que, supuse, ellos no entenderían.

Imagen por mynameisgeebs

El atraco

Es la segunda vez que escribo acá para hablar de un atraco sufrido. Más o menos.

image Dicen que la juventud es loca y enamorada, utópica y con esperanzas, algunas veces activa, simplemente soñadora en la mayoría. Hablar de cosas como la Ola Verde es dar fé de ello, pero es también dar fé de lo poco que suele durar esa pasión y los pocos resultados que al final suele dar. El amor es otra de esas cosas con que más de suele hacer evidente ese descontrolado pero ingenuo, por no llamarlo de otra manera, entusiasmo.

imageHace unos días, creo que unos tres, yo iba caminando sólo por la calle. El barrio tiene fama de no ser demasiado peligroso: residencial de casas y edificios de no más de cinco pisos, estrato cinco, buena iluminación, vigilancia más que aceptable. Claro, aquellos que me conocen saben que sobrio yo soy algo paranoico con los atracos, de modo que lo más pronto posible saqué mis papeles de la billetera para metérmelos en otro bolsillo y despojé a mi teléfono celular de su tarjeta SIM. Y qué teléfono: Nokia no recuerdo la referencia, pero de los primeros que salieron a color, de los primeros que tuvieron tonos polifónicos. Pantalla sin protector plástico (no se confundan, no hablo del que tiene un celular cuando se lo compra nuevo, hablo del protector de plástico duro que hace parte de la carcasa y que todo celular tiene para protejer la pantalla de los golpes del destino), por tanto con horribles cicatrices debidas a las múltiples arremetidas sufridas por parte de mis llaves en las cavernas de mis bolsillos cuando, al vaivén de mi caminar olvido separarles de saco. Teclado ausente de seis teclas, de modo que para contestar es necesario hacerlo con un lápiz con punta, un bolítrafo, un arete, el conector de los audífonos de mi no mucho más refinado reproductor de música (DigiPod, para los curiosos), la cremallera del pantalón, la uña diestra del dedo meñique de la mano dominante de alguna persona, ojalá mujer, especializada a pulso en esos asuntos (María es idónea para esa operación) o, en la mayoría de los casos, la llave más reducida del mismo llavero con las llaves causantes de la prematura muerte de gran parte de los puntos del display, de ahí que suelan convivir en el mismo bolsillo.

Era de noche, así que mi pulso estaba unas dos veces por encima de lo normal. El andén de la calle, que es una avenida, estaba usualmente sólo, pero a mi me parecía inusual. De vez en cuando (cada unos veinte segundos) miraba hacia todo lado para asegurarme que no me vinieran persiguiendo. En una de esas ojeadas ví a alguien que venía a mi misma rapidez, unos veinte metros por detrás. Era un joven. No se veía en absoluto peligroso, más bien inofensivo. Pelo largo bien cuidado, ropa a la moda, flaco pero no demasiado. Se podría pensar fácilmente residente del barrio. Caminamos cerca de una cuadra, de vez en ciando yo volteaba la mirada para corroborar que, efectivamente, el tipo seguía lejos de mí. Al parecer estaba ensimismado, más tarde me daría cuenta que era todo efecto del alcohol.

Bacán ¿me podría hacer un favor?

Pueden imaginar lo que recorrió mi cuerpo en ese momento. No recuerdo haberme dado cuenta de en qué momento se acercó tanto el hombre. Giré mi cabeza para ponerle atención; no había cicatrices en su cara y tenía una barba cuidada, al parecer, con el mismo cariño que su pelo. Sin embargo es raro que alguien llame la atención de uno a las nueve y media de la noche en medio de una avenida medio vacía, y al parecer él lo notó en mi cara, por lo que prosiguió con mayor entusiasmo (esa primera frase había sido algo tímida). Tenía la mano entre el bolsillo de la chaqueta.

Dejemos de alargar esto; tengo acá una nueve (o seis, o cuatro, no recuerdo bien el número, en armas no soy bueno) milímetros. Necesito su celular.

Unos minutos después de eso, al contarle la historia a María por teléfono, me pareció que debí tener más miedo. Pero por alguna razón en ese momento no tuve miedo [casi]. Más bien me causó gracia, por el estado de mi teléfono.

¿De verdad lo quiere?

Y lo saqué del bolsillo. El tipo sonrió y al parecer se dio cuenta de lo que estaba haciendo.

¿Me lo puede regalar? No podía haber dicho una cosa más rara.

Claro. Recordemos que aún tenía la mano en el bolsillo.

El tipo tomó el celular y decidió destapar el engaño del que yo sospechaba. La verdad es que no tenía una pistola entre el bolsillo, era un bolígrafo. Una mujer era la causa. Al pobre hombre le acababan de robar el celular y estaba esperando una llamada de una mujer. Con algunos tragos en la cabeza deidió simular un atraco, y la suerte lo llevó a dar con la persona más paranoica en kilómetros a la redonda. Seguimos caminando, él comentándome sus cuitas, yo fingiendo ponerle atención, aún en shock por la extraña escena recién pasada. Le expliqué a grosso modo lo que tenía que hacer para contestar y le confirmé mi intención de regalarle el aparato. Si al principio estaba asustado por la posibilidad de tener una bala entre mi ingle, ahora me movía un sentimiento altruísta y un convencimiento de que, al final, el tipo me estaba haciendo un favor al quitarme ese teléfono de encima. Llegamos a un cruce de avenidas y el hombre se despidió de mí dándome las gracias y prometiendo que me iba a ir bien en la vida. Sinceramente espero que sea psíquico.

Hoy no escribo el sueño porque al despertarme esta mañana no lograba recordarlo. Esto puede significar dos cosas: o no soñé, o simplemente no recuerdo lo que soñé. Lo más probable es lo segundo, aunque no deja de ser extraño.

No logré identificar a quién pertenece la primera imagen que acompaña este post, y en cuanto a la segunda, no hubo necesidad.

Miedo

Inmediatamente antes de bajarme del bus me quito los audífonos y las gafas, me subo la cremallera de la chaqueta hasta el cuello y mis sentidos se ponen en máxima alerta. No hay noche en la que la puerta de entrada del apartamento no esté cerrada con pasador. Trato de caminar por las calles más tumultosas, tratando de evitar el atraco. De nadie me fío, no doy mi nombre al teléfono sin antes conocer el de mi interlocutor; me es difícil creer en buenas acciones desinteresadas, aunque yo mismo las hago a veces. Evito a toda costa las sillas de atrás del transporte público y procuro ir acompañado por la calle, aunque no siempre se puede. Son pocos en realidad los lugares fuera de mi hogar en los que siento que me puedo despreocupar: la Universidad, mi barrio, las casas de mis amigos. Estoy acostumbrado, como la mayor parte de los colombianos residentes en grandes ciudades, a vivir con miedo. Pero no es capricho.

Sin embargo el miedo se nos está saliendo de las manos. La indiferencia reina, poco a poco deja de existir la amabilidad o caballerosidad que tantos extranjeros dicen que caracteriza a los colombianos. Las malas formas y la cara de puño se ven en las personas cada vez más a menudo cuando les preguntamos por algo, aunque sea la hora. Pedir permiso se ha convertido en una pena para los que lo piden y en un fastidio para los otros. ¿Dónde quedó la sonrisa en la boca, el «buenos días, vecino»? ¿Es así como se supone que deben ser las ciudades grandes y cosmopolitas? ¿Acaso la amabilidad es cosa sólo del campesino?

Esta tarde me subí al TransMilenio. Todas las sillas iban ocupadas, por supuesto. Dos paraderos adelante se subió un señor con un bebé recién nacido en brazos. Me causó impresión que duró cerca de dos minutos para conseguir puesto. Los de las sillas azules se hicieron los bobos, algunos cerraron los ojos, otros de repente se sintieron mal, el resto simplemente nada hizo. Los de las sillas rojas tampoco: «que se paren los de las sillas azules, para eso están, yo no tengo por qué pararme». Al final una señora (sentada en una silla roja) le cedió el puesto al hombre del bebé.

Vivimos con miedo y con razón, pero no dejemos que el miedo nos ponga a desconfiar de todo el mundo. Seamos razonables en nuestra comunicación, darle la hora a un transeúnte no subirá las probabilidades de que nos atraquen. Ni las bajará, claro. No apliquemos la máxima popular: «todos son culpables hasta que se demuestre lo contrario».

El paro

Ese lunes desperté con dolor de garganta. Fue extraño en un principio, creía que la gripa de la anterior semana me había sanado ya. Aimagelgunos minutos después me percate que, efectivamente, la gripa me había pasado. El dolor de garganta se debía a que la polución ambiental en Bogotá había bajado un 15%, los bogotanos simplemente no estamos acostumbrados a un aire tan limpio. El jueves, según un informe de Caracol Radio, este porcentaje era de 22%. En algunos sectores de la ciudad como el centro, la mejoría llegaba al 33%. Y tengamos en cuenta que el Pico y Placa se levantó.

El paro de transportadores en Bogotá afectó todos los sectores de la economía capitalina, para bien o para mal. Mientras unos sufrían porque no tenían como moverse hacia sus trabajos, otros hacían su agosto metiendo hasta siete individuos sancochados en un Twingo. Mientras los pobrecitos pequeños transportadores lloraban y sudaban frío porque el distrito les iba a quitar lo que justamente y con el sudor de su frente se habían ganado durante el último medio siglo, el sistema TransMilenio (¿sistema?) reportaba un número récord de ganancias pasajeros felizmente movilizados. Las tiendas de barrio vendieron como si fuera fin de semana y los ladrones del centro supieron por fin lo que significa la popular expresión vacas flacas. Sí, el paro nos sorprendió a todos (menos a los transportadores, claro), que en muchos casos quedamos fríos por la capacidad de organización que tuvo el gremio de los pequeños cuando su negocito se ve amenazado.

¿El problema? Nada más ni nada menos que el SITP, el Sistema Integrado de Transporte Público que, increíblemente, no está implantado en una ciudad de más de siete  millones de habitantes como debiera estarlo desde hace varias décadas. Y los transportadores no quieren que lo implanten, así de sencillo, seamos sinceros. Van a ganar menos o, en palabras de ellos, van a perder. Hasta ahí, normal. Ellos tienen todo el derecho a protestar. Pero con su protesta lograron que la ciudadanía que no lo había hecho, se diera cuenta de lo sometida que está esta urbe a ellos.

El señor conductor se pasa semáforos en rojo, baja del bus a quien se le da la gana, para en la mitad de la vía, va haciendo carreras con las otras busetas (increíble, hace unos días tuve que presenciar una discució n entre dos buseteros de la ruta 97, a la altura de la calle 45, que se prolongó por unos cinco minutos; lo peor es que entre ambos ocupaban las dos calzadas), excede los límites de velocidad, cuando va de mal genio simplemente no para, se le atraviesa a los otros carros para recoger un pasajero que mete por la puerta de atrás para embolsillarse los mil trescientos pesos del pasaje, no paga (!) comparendos simplemente porque no quiere. Del vehículo podemos empezar por las cómodas sillas acolchonadas ideales para la retención de todo tipo de enfermedades de todo tipo de medio de transmisión (incluyendo esas que se prenden de una mirada), el espacio entre las mismas diseñado especialmente para transportar individuos en edad de lactancia, las ventanas con manijas de juguete o de adorno y, como no, el beneficioso para la salud de los bogotanos humo negro que sale por el exhosto de muchas de estas máquinas. También cuentan la contaminación visual, el taponamiento de las vías (trancones), la guerra del centavo, la contaminación auditiva y un largo etcétera. Pero los señores buseteros tienen todo el derecho a parar, después de todo ellos son los que mueven esta ciudad, que estaría en la olla (¿acaso no lo está ya, precisamente por culpa de ellos?) sin su existencia. Hágame el favor.image

Bogotá es una urbe de más de siete millones de habitantes y necesita un sistema de transporte público acorde. Y por acorde no me refiero a busesitos rojos cada siete minutos por una docena de calles, por acorde no me refiero a que los ciudadanos tengan que ir enlatados como sardinas baratas (porque las sardinas caras tienen mejores condiciones de viaje que un bogotano promedio en TransMilenio) en buses dependientes de petróleo. Por acorde señores, me refiero, como no, a un tren.

Pero volvamos al tema. Los transportadores pararon por el SITP. Ellos, claro, no iban a decir que estaban en contra del nuevo sistema, eso les habría costado un duro golpe de opinión (al parecer al final no les sirvió de mucho la artimaña de esconder sus reales intenciones). No, ellos protestaron porque eran las víctimas.  Un pequeño transportador tiene dos opciones frente al nuevo sistema: por un lado, puede entregar su vehículo a cambio de una participación basada en el estado del mismo y unos estudios. Por esa participación la concesión le paga una suma de dinero, una rentabilidad. Por otro lado, puede vender su vehículo también al sistema por un precio que (también efecto de unos estudios, desconosco si los mismos) la concesión le pagará y el [antiguo] pequeño transportador tendrá que irse a buscar suerte en otro río.

Por un bus que nos costó 240 millones nos están dando 180, decía indignado el señor gordito representante de los buseteros el miércoles por las noticias. Por un bus que les costó 240 millones, 180. Si yo soy él, voy a dar los datos que más me hagan quedar como víctima, que es la idea. Osea que, o bien la mayoría lo los buses costaron menos de 240 millones, o bien por la mayoría de los buses les están dando más de 180 millones. En todo caso, el porcentaje de que están perdiendo es menor y la cifra que él da es el extremo. Además, si tenemos en cuenta la edad de los buses (una buena parte pasa de los diez años) y el estado, es normal que de desvalorizen. ¿Cuál es el precio de un Allegro modelo 2010 nuevo contra uno modelo 2000 (no estoy seguro de que el Allegro lo sigan produciendo, pero en todo caso sirve para ilustrar el tema)? ¿Cuánto kilometraje y reparaciones tiene un bus de esos, teniendo en cuenta que lo sacan casi todos los benditos días y se recorre la ciudad varias veces en una sola jornada? El sólo hecho de que una importante parte de esos buses sean para chatarrizar dice mucho sobre su estado.

Por otro lado, el lunes los buseteros pedían el 5%. No nos equivoquemos, que esta rentabilidad no es anual, es mensual. ¿5% mensual (¡¡60% anual!!) por un negocio que no tiene casi riesgos? Después de unas horas ya iban en el 2% (eso deja mucho para pensar, ¿cómo se van a pegar semejante bajada en unas horas?), al día siguiente ya iban en 1.8%. Al final, lo terminaron en 1.5%, que es la cifra máxima que la alcaldía había fijado desde un principio. De todas maneras un 18% anual de rentabilidad es mucho más de lo que da cualquier CDT (del orden del 4% E.A.) en cualquier banco de Colombia, y el riesgo es muy similar. ¿Y las consecuencias del paro? Bueno, en buena parte se ven reflejadas en los agradables resultados del Polo en los recientes comisios.