Occidente

De todas las culturas que han pasado por la faz del planeta, la civilización occidental es la que más le ha infringido daño. La, inevitable por su misma naturaleza, falta de valores de sus esferas más altas la hacen blanco fácil del derroche y la desigualdad que tanto la caracterizan. Lo irónico del asunto es que, aún aunque el mundo entero conoce sus puntos flacos y sus inocultables errores de definición, no es secreto que la inmensa gran mayoría de países busca parecerse en la mayor medida posible a Occidente, aparentemente desconociendo (aunque en mi humilde opinión haciéndose los de oídos sordos) los aberrantes efectos colaterales de su implementación a nivel masivo.

Una cosa piensa el burro…

Si se hiciera una encuesta a nivel nacional se encontraría que la población colombiana se considera occidental. Claro, esto teniendo en cuenta que el colombiano promedio supiese acaso qué significa el término; el punto es que el conjunto de valores que nos rige no se diferencia mucho de el conjunto de valores que rige a los ciudadanos de los Estados Unidos o de Inglaterra. Tal vez nosotros añadimos un poco de importancia a la familia y la religión, y se la quitamos a los escrúpulos y el control de los instintos animales de supervivencia que heredamos de los simios, pero en últimas las diferencias no son demasiadas.

Lo más importante, nos encanta ser occidentales. Nos sentimos orgullosos cuando nos identificamos con situaciones ridículamente imposibles en la películas estadounidenses o cuando gastamos millones en un centro comercial; de alguna manera nos sentimos superiores cuando nos comemos una hamburguesa en un McDonald’s y vacíos si nos perdemos de los últimos chismes de la farándula, ya sea criolla o, mal llamada, internacional. Nos medimos por el número de pulgadas en las que disfrutamos en alta definición (ya quisiéramos) nuestras series y novelas favoritas o por el número de tarjetas crédito o débito que tenemos.

Y claro, como no, miramos con cierta desconfianza todo lo que no nos huela a occidente. La gran mayoría de países africanos simplemente son países muy pobres dirigidos por dictadores déspotas que explotan a sus pueblos, que tampoco es que valgan mucho el esfuerzo de un rescate, ya que son una plaga de tribus incivilizadas, desunidas y en guerra permanente la una con la otra, un par de leones y una que otra pirámide. El medio oriente está poblado por unos bárbaros asesinos terroristas que sólo creen en la realidad de su religión, y la totalidad de los habitantes del resto del continente asiático son chinitos o indiecitos, tan bonitos ellos, tan raras sus costumbres. En Oceanía hay koalas, canguros y algunas personas civilizadas; se sabe que son civilizadas porque hablan en inglés. La fuente de todo mal en las películas viene de Rusia, una tierra árida y fría de gente amante del vodka, las armas y las putas. Por cierto, decir Europa Oriental es lo mismo que decir Rusia, sólo que más triste. En cuanto a los polos, son campo de estudio para los científicos, por supuesto, de occidente.

Hacemos de los enemigos de la democracia y del capitalismo (y de los Estados Unidos de América) nuestros enemigos. Abrazamos gustosos los carros innecesariamente grandes y hacemos de los excesos nuestro estilo de vida particular. Vivimos en pos del dinero, justificamos el medio con el fin y juramos tener creencias religiosas, curiosa e inexplicablemente contradictorias con nuestras acciones diarias. Glorificamos nuestras tradiciones folclóricas de cuando en cuando, como para recordarnos a nosotros mismos que en algún momento de nuestra historia, hace tanto tiempo que no podemos o no queremos recordar, no hicimos parte de ese occidente vibrante, cuna de todo avance de la especie.

Sí, qué bien se siente ser occidental, qué bien se siente estar en la cima de la humanidad, sobre todos esos plebeyos casi totalmente inútiles y prescindibles. Qué lindas se ven las gigantescas estructuras enchapadas en vidrio en toda su fachada, adornando los centros económicos de nuestras modernas metrópolis, tan altas, tan poderosas. Qué hermosos centros comerciales visitan nuestros compatriotas, tan pulcros, tan llenos de productos finamente diseñados, pensados para suplir una siempre justa demanda. La mano invisible siempre está actuando y no tiene preferencias, no hay por qué preocuparnos. A los corruptos les llegará su justicia, ya sea acá en la tierra o por parte de una mano divina; de todas maneras si una cosa nos han enseñado en Hollywood es que en un mundo libre como el nuestro siempre hay justicia, el malo siempre paga.

En todo caso, lo bueno es que somos occidentales pero aún así no tenemos que preocuparnos por los riesgos que ocupan a las administraciones europeas y norteamericanas; nuestra occidentalidad es inofensiva, no le hacemos daño a nadie y nadie nos hace daño. Bastante conveniente, ¿no?

…y otra el que lo está enjalmando

Bueno, hay algunas malas noticias: no somos occidentales. Al menos la gigantesca gran mayoría. Aunque personalmente encuentro esa nueva mas buena que mala, puede ser un poco chocante para algunos allí con una mesa en KFC. No somos occidentales; y a esa conclusión llego después no de mirar nuestras costumbres y modos de actuar y de pensar, sino de darme cuenta de los pensamientos de los que el mundo llama occidentales acerca de este asunto. Allá no consideran que ni Colombia, ni Latinoamérica (con la excepción tal vez de México), hacen parte de esa élite. Para ellos, muchas veces occidente es un sinónimo de primer mundo. Sí, así es: Japón, viéndolo desde este no muy errado punto de vista, es más occidental que nosotros.

Cuando un occidental llega a Japón espera que el choque cultural sea menos drástico que cuando viene a Venezuela, Ecuador o Colombia, por ejemplo. Espera encontrar más comodidades, que el ambiente sea más parecido a aquel que tiene en su lugar de origen, que el modo de hacer las cosas, de comprar y de vender, de consumir, sea aquel que forjó al mundo durante los siglos pasados. Y ciertamente sus expectativas siempre van a ser satisfechas: no va a encontrar todo igual, pero por lo menos sí más familiar de lo que lo encontraría en un país como el nuestro. Colombia no hace parte de los países occidentales, por más que su posición geográfica diga lo contrario.

Antes de que alguien se confunda y me tome mal, todo esto no lo digo con ánimo agitador o de reproche. Sólo lo digo para que tratemos de aceptar que nuestra naturaleza no es ser occidentales; acá en este lado del mundo hacemos las cosas de una manera diferente, y las leyes y reglas que se aplican allá no tienen por qué ser válidas acá. Lo escribo como una advertencia un poco pretenciosa para que comprendamos que si seguimos tratando de serlo, si seguimos intentando parecernos a ellos, algún día lo lograremos.

La imagen pertenece a Ben Reierson quien la comparte bajo Creative Commons.

El riesgo es que te quieras quedar

Es siempre un yunque pesado con el que un colombiano tiene que cargar en el exterior, por el sólo hecho de ser colombiano. A donde quiera que vayamos la gente siempre nos preguntará si conocimos a Pablo Escobar, si hemos visto los cultivos de coca, si somos de las FARC o si para nuestro próximo viaje nos pueden encargar unos kilitos para volverse millonarios. Más de una vez se preguntarán tontamente cómo es que no somos asquerosamente ricos, si la droga se vende tan bien en las calles del mundo desarrollado. Por más campaña publicitaria de el riesgo es que te quieras quedar que nuestro ministerio de relaciones exteriores haya expandido como la pólvora al rededor del mundo, parece ser que nadie puede borrar de las mentes de los habitantes de los otros cientos de países del globo esa imagen de Colombia como el país exportador de droga que fuimos y desafortunadamente somos y seremos.

A lo largo del poco tiempo que llevo viviendo en el exterior esa es a una de las tristes conclusiones que he llegado. Es muy poca la gente que me ha preguntado por los paisajes, por la comida o por la gente, comparada con los que me han preguntado por droga. Es por eso que aún estoy impresionado gratamente al ver que una amiga, no colombiana, que estuvo viviendo en mi país por un año, ha vuelto a su natal Austria y tiene, entre otras cosas, una gran bandera de Colombia pegada a la pared de su habitación, por lo que me pareció haberme percatado justo sobre la cabecera de su cama. Es difícil de creer que alguien como ella, tan primermundista, tan desarrollada, tan avanzada tecnológica y socialmente y sobre todo, viviendo en un mundo tan radicalmente diferente a lo que muchos de nosotros aún llamamos la patria boba, lograra desarrollar tanta empatía por la tierra que vio parir a Rojas Pinilla. Me refiero, por supuesto, a Tunja.

Y siguiendo con la cadena de pensamientos llegue a la conclusión de que, a lo mejor, muchos de nosotros como colombianos no sabemos en realidad lo que tenemos. Y de que tal vez, sólo tal vez, aquellos miles de extranjeros que aman a Colombia lo hagan por algo. Es posible, en ese caso, que lo bueno de Colombia sea algo más que los hermosos paisajes y las playas de siete colores. Es posible que lo bueno de Colombia sea algo no natural; es posible, incluso, que la actividad humana sobre aquel pedazo de planeta llamado hogar por más de cuarenta millones de esos mismos humanos haya dejado, después de todo, algo notable, algo bueno.

Muchos concordarán conmigo cuando digo que parece ser que los extranjeros que nos visitan conocen más lugares turísticos de nuestro país en dos semanas que los que nosotros hemos conocido en todas nuestras vidas. No sólo es que parezca ser, es que es. Aunque es posible que este sea un comportamiento del ser humano en general al, por ejemplo, mandar gente al espacio antes de haber explorado un poco más a fondo, valga la redundancia, el fondo de nuestros océanos, no puedo evitar cerrar animando al colombiano habitante de Colombia, si tiene los recursos, a que viaje por el país y trate darse cuenta por sí mismo que, después de todo, no todo es color de hormiga.

Imagen de Lucho Molina

Miedo

Inmediatamente antes de bajarme del bus me quito los audífonos y las gafas, me subo la cremallera de la chaqueta hasta el cuello y mis sentidos se ponen en máxima alerta. No hay noche en la que la puerta de entrada del apartamento no esté cerrada con pasador. Trato de caminar por las calles más tumultosas, tratando de evitar el atraco. De nadie me fío, no doy mi nombre al teléfono sin antes conocer el de mi interlocutor; me es difícil creer en buenas acciones desinteresadas, aunque yo mismo las hago a veces. Evito a toda costa las sillas de atrás del transporte público y procuro ir acompañado por la calle, aunque no siempre se puede. Son pocos en realidad los lugares fuera de mi hogar en los que siento que me puedo despreocupar: la Universidad, mi barrio, las casas de mis amigos. Estoy acostumbrado, como la mayor parte de los colombianos residentes en grandes ciudades, a vivir con miedo. Pero no es capricho.

Sin embargo el miedo se nos está saliendo de las manos. La indiferencia reina, poco a poco deja de existir la amabilidad o caballerosidad que tantos extranjeros dicen que caracteriza a los colombianos. Las malas formas y la cara de puño se ven en las personas cada vez más a menudo cuando les preguntamos por algo, aunque sea la hora. Pedir permiso se ha convertido en una pena para los que lo piden y en un fastidio para los otros. ¿Dónde quedó la sonrisa en la boca, el «buenos días, vecino»? ¿Es así como se supone que deben ser las ciudades grandes y cosmopolitas? ¿Acaso la amabilidad es cosa sólo del campesino?

Esta tarde me subí al TransMilenio. Todas las sillas iban ocupadas, por supuesto. Dos paraderos adelante se subió un señor con un bebé recién nacido en brazos. Me causó impresión que duró cerca de dos minutos para conseguir puesto. Los de las sillas azules se hicieron los bobos, algunos cerraron los ojos, otros de repente se sintieron mal, el resto simplemente nada hizo. Los de las sillas rojas tampoco: «que se paren los de las sillas azules, para eso están, yo no tengo por qué pararme». Al final una señora (sentada en una silla roja) le cedió el puesto al hombre del bebé.

Vivimos con miedo y con razón, pero no dejemos que el miedo nos ponga a desconfiar de todo el mundo. Seamos razonables en nuestra comunicación, darle la hora a un transeúnte no subirá las probabilidades de que nos atraquen. Ni las bajará, claro. No apliquemos la máxima popular: «todos son culpables hasta que se demuestre lo contrario».

Que entre el diablo y escoja

El pasado 18 de diciembre el gobernador de Casanare fue suspendido por tres meses, debido a supuestas irregularidades en ciertos contratos relacionados con una iglesia y la educación, entre otros motivos. Ya había sido desituído antes, pero parece que el señor tiene un bolsillo lo suficientemente holgado para comprar la justicia colombiana (que no es mucho, después de todo). El hecho es que al pobrecito lo destituyeron por tres meses, pero eso seguro que a la vuelta lo ponen ogtra vez en el puesto por el que tanto trabajó. Discúlpenme, pero me es sumamente difícil imaginarme un político colombiano correcto, incluso aunque fuera mi hermana o algún amigo mío, por el sólo hecho de pertenecer a esa inmunda clase, perdería una buena tajada de mi respeto. Pero mis odios y pasiones no son el tema principal de este post (ni espero que de algún otro, a menos que me ponga a escribir ebrio, lo cual ha tenido ya en otras ocasiones consecuencias nefastas). Hoy escribo a raíz de la picha situación política, social y cuanto englobe a algo que pueda hacer la administración departamental para remediarlo del departamento (valga la redundancia) en el que me encuentro: Casanare.

¿Dónde queda el Casanare? En el llano, el oriente, esa región gigantesca casi olvidada por el resto de la población colombiana que no tiene mar, no tiene montañas, no tiene grandes ciudades, ni lagos ni cañones, no tiene ruinas gigantescas, solo una llanura eterna y majestuosa que se expande hacia Venezuela hasta donde alcanza la vista y más, mucho más allá. Y claro, una que otra finquita, tan campestre ella, tan bella, del recientemente comprometido hijo del presidente (no a matrimonio, eso nunca… ¿les suena me comprometo a…?) o su menos popular hermanito. Sí, lejos de todo y cerca de nada, aunque a los atos ganaderos de centenas de miles y hasta millones de hectáreas que tienen algunos a punta de trabajar con la basura, para que no digan que el reciclaje no es buen negocio, a esos sí les han hecho carretera pavimentada y todo, claro, así como no.

Casanare, empero, sufre de una tormentosa maldición. No se imaginaba el planeta hace millones de años el sufrimiento que causaría a las desamparadas gentes que vivirían en el futuro en estas tierras su capricho. Petróleo, caballeros. Petróleo, Casanare tiene petróleo. Anualmente el departamento recibe sumas inconcebibles de dinero por concepto de regalías y, como es de esperarse, la gente literalmente se mata por una probadita de lo que deja el oro negro. Y en río revuelto, ganancia de pescadores. Claro, la población es el actor menos afortunado: el pescado (o lo que es peor, la carnada).

Todo el mundo en este lugar sabe que el que sube a la gobernación lo hace para robar. Y lo que es peor, lo aprueban,  entre más corrupto sea el tipejo que se monta en el circo de las elecciones, más votos obtiene. Y luego el elegido y sus secuaces celebran contratos por miles de millones de pesos provenientes de las regalías que comienzan una cadena de subcontrataciones y concesiones sin fin en la que la mayoría de la plata va a parar a cuentas en Suiza o Luxemburgo. En alguna que otra ocasión el Estado central se da cuenta del despilfarre y ejemplarmente castiga a uno que otro funcionario con algunos días o incluso meses de suspensión, al cabo de los cuales vuelven campantes. Es aún más improbable, claro, que el robo haya sido tan descarado (o el soplón tan despreocupado por la integridad propia) que al Estado no le quede más remedio que meterlo a la cárcel por unos añitos. El que viene en reemplazo, desde luego, no es mucho mejor. Así sigue el ciclo, todos lo comentan, nadie lo delata. Parece que la bajeza a la que puede llegar el político colombiano toca un fondo que constantemente se hace más y más profundo en este departamento, donde persiste la ley del más puerco.

Las compañías petroleras que operan en la zona no son demasiado diferentes. Esta es, sin embargo, una corrupción privada, cosa que no me interesa, todo el mundo sabe que existe y que nada se puede hacer para detenerla.

Movilidad, movilidad

Si Leonardo da Vinci, conocido genio renacentista viviera, seguramente estaría decepcionado. Aunque el sólo hecho de pensar que viviría en Colombia suena irrisorio, claro. Pero obviemos por un momento ese insignificante aspecto, digamos pues que el toscano se tomó una vacaciones en su ajetreada vida de genio y decidió pegarse la rodadita a ver el paisaje (natural también). Qué mejor manera de ver un país, pensaría, que mediante ferrocarril, hijo de la máquina de vapor que siglos antes habría plasmado en uno de sus ratos de vagancia.

Pero en Colombia no tenemos ferrocarriles. La mafia de los transportadores (alias muleros) lo quebró hace tiempo. En las ciudades de Colombia (salvo por Medellín) no tenemos metro, aunque hay que reconocer que el revolcado que se va pegar la capital con el propósito de conseguir uno va a ser monumental. En Colombia, a parte de no tener sistema ferroviario, tampoco tenemos carreteras (déjenme encontrar la palabra… sí) decentes. Hay excepciones, claro, la carretera de Bogotá a Sogamoso pronto será doble calzada (pronto y desde hace años), pero por ahí dicen, la excepción confirma la regla.

Centrémonos en Bogotá y dejemos a nuestro inventor de edad matusalénica a un lado. Para nadie es un secreto que el actual alcalde Samuel Moreno llegó a ese puesto en gran parte por la promesa de un metro para Bogotá. Sí, es algo que hace falta, sin lugar a dudas, y el alcalde es el primero que de verdad le da a este tema la importancia que se merece. Sin embargo, el alcalde falló en comunicarle a sus votantes algo evidente, pero que era necesario que todos supieran: no iba a ser fácil. Tal vez lo comunicó, pero no con el imparto suficiente. Lo importante era ganar, ¿no?

La cabeza me duele de solo imaginar los trancones por la construcción de las vías del metro; está claro que la paciencia de los conductores bogotanos será puesta a prueba durante los próximos años.

¿Para qué metro? Algunas personas pueden vivir pensando que un metro es una mala idea, incluso llegan a decir que se debe poner Transmilenio por toda Bogotá. Claro, pongamos buses gigantes por todas las avenidas de la ciudad, quitemos el poco espacio que de por sí tienen los particulares, mandemos las rutas de buses tradicionales por otras vías y esperemos que nunca se acabe el petróleo para nuestro rojizo amigo. Transmilenio está bien, creo, pero sólo a corto plazo. No podemos seguir usando como medio principal algo que depende del petróleo en primer lugar, y que además cada vez expulsa más gases efecto invernadero, digámosle humo. Así que sí, estoy de acuerdo con el metro para Bogotá, algunos sacrificios valen la pena.

Me tendré que acostumbrar a los trancones, eso sí. Pero afortunadamente mi medio de transporte para muchas cosas es la bicicleta. Es algo que le recomiendo a la gente desde acá y desde ahora. Es cierto que si quiero ir a un lugar demasiado lejos uso bus, pero para los desplazamientos relativamente cortos (dentro de teusaquillo y poco más) uso mi caballito de acero casi siempre. La bicicleta (cuyo temprano inventor también fue Da Vinci, a propósito) es un medio de transporte ideal: es el vehículo energéticamente más eficiente que existe, no tiene residuos de ningún tipo (no estoy contando el sudor y CO2 del pobre cristiano que va encima ni las partículas de llanta que quedan en la carretera, espero me disculpen), es suficientemente rápido para trayectos cortos y no tanto y por si fuera poco, ayuda a la salud del que lo usa. Y en Bogotá tenemos más de 300 kilómetros de ciclorutas (exclusivas para bicicletas, esas que van al lado de la calle, separadas) y los domingos y festivos más de 120 kilómetros de ciclovías por algunas de las principales avenidas.

Si todo el mundo usara la bicicleta para sus desplazamientos cortos y medios, la movilidad en Bogotá sería otro cuento. Pero claro, no le podemos pedir al señor edil que use bicicleta, ¡habrá se ha visto! Porque el carrito es un símbolo de estátus, señores. Por eso es que me ha tocado respirar en varias ocasiones las miradas por encima del hombro de los conductores de las camionetas polarizadas con placas azules de los políticos, de los camionetas polarizadas con placas amarillas, de las camionetas no polarizadas, de los sedanes y camperos, de las motocicletas.  Por regla general en Colombia (me atrevería a decir que en todo el mundo es así, pero hablo de lo que conozco, y sí que puedo decir que conozco mi país) se cree que el que va en carro tiene más plata que el que va en moto, que tiene más que el que va en cicla, que es el más arrastrado de todos porque el que va caminando es porque su trayecto es muy corto, cual no es el caso del ciclista, que usa lo que tiene porque las circunstancias le obligan a hacerlo y porque no tiene para el carro o la moto. No, no podemos pedirle a todo el mundo que use bicicletas, es impensable.

Suntuosidad, cultura traqueta. ¿Para qué le sirve al señor una camioneta gigante cuando no sale de la ciudad? Mi respuesta: para nada, salvo sacar pecho. Un carro de estos puede ocupar fácil dos veces lo que ocupa un Twingo o un Clio. ¡Para llevar a una o dos personas, carajo! No tiene sentido comprarse un carro de esas proporciones solamente para mostrarlo, hace estorbo en una ciudad que cada vez la tiene más negra en cuanto a movilidad.Cultura traqueta, eso es.

Y critican el pico y placa. Bueno, imaginen un día normal. Trancones, accidentes bobos que paran toda una avenida, y un largo etcétera. Feo, ¿cierto? Ahora, imaginen eso mismo pero con 66% más carros. Horrible. No, quiten eso del pico y placa, eso no va a arreglar la ciudad. No, no la va a arreglar, pero hay que hacer algo para contener tanto carro.

Otro lío son las busetas y los buses, los colectivos y toda la fauna que compone el transporte público, como arriba lo llamaba, tradicional. No hace falta ser un experto en urbanismo para darse cuenta que los grandes causantes de los embotellamientos son estos señores. No los conductores como tal, debo aclarar. Mientras el pasajero deba llevar el dinero en efectivo en el bolsillo para poder subirse a un bus, el problema persistirá, así de simple. Pero controlar a esa hueste de empresas de servicio público es una tarea titánica que a nadie le deseo.

¿Cómo no?

Siempre me he considerado, y me considero aún una persona con tendencias
políticas de izquierda. Por eso no es extrañarse que la mayor parte de
la gente que me conoce, bromeando o no, me diga 'guerrillo' o 'capucho'
o similares. Y es que en un país como Colombia, la izquierda y su imagen
entre el pueblo está gravemente amenazada por un fenómeno con el que
llevamos casi medio siglo (si no más): las guerrillas. En su momento,
las guerrillas nacieron como un aparato defensivo del campesinado contra
las atrocidades que cometía el gobierno. Para defender los derechos,
bla, bla bla… Pero su rumbo cambió. Ya no son lo que solían ser. Y no
es que el gobierno haya dejado de cometer atrocidades (sólo que ahora a
las cosas malas las llaman 'parapolítica'), sino que la cura salió peor
que la enfermedad. No por nada esta semana que pasó salió Castro (sí,
ojo, FIDEL CASTRO) regañando a las FARC.

Ahora yo me pregunto, ¿cómo no creer que el presidente Uribe tiene
vínculos con los paramilitares, con todas las evidencias que la
oposición y la coalición de gobierno han presentado al respecto?. ¿Cómo
no creer que éstos vínculos son fuertes, teniendo en cuenta todos los
funcionarios públicos que han caído por el escándalo de la parapolítica,
cercanos ideológicamente con el presidente Uribe? ¿Cómo no creer que el
proceso de desmovilización de las autodefensas es un farsa, si está
comprobado que las mismas estructuras organizacionales que estaban
cuando 'estaban delinquiendo' se vienen a las ciudades, sin contar con
el aumento de la violencia en las calles? ¿Cómo no ser un poco
perspicaces y creer que gran parte de la buena popularidad con la que
goza el presidente Uribe de debe a la inusual campaña mediática, apoyada
por el gobierno, que ha sido llevada a cabo desde el principio de su
mandato? ¿Cómo no aceptar que al querido presidente se le está yendo la
mano un poquito, con todo el escándalo de lo de la corte, la
yidis-política, y el presidente retando a la suprema, como si se tratase
de un juzgado de pueblo (y ni siquiera)? ¿Cómo es posible creer (y en
eso si le doy toda la razón al Chávez, Correa, Ortega -por más que me
pese…-) que de los computadores de Raúl Reyes saliera toda esa
información explosiva (como lo dije en algún posta anterior), justo
cuando empezaban las tormentas en el vecindario (al diablo con la
soberanía)?

Por otro lado, ¿cómo no apoyar al presidente Uribe, si desde antes se
sabía que la única manera de hacerle frente a las guerrillas era con la
lucha frontal, y es precisamente eso lo que él está haciendo? ¿Cómo no
odiar a las guerrillas (y en especial a las FARC), sabiendo todo el daño
que le han hecho a este país? ¿Cómo no apoyar al presidente, si es
apenas obvio que para que una política triunfe, se necesita de un
mandato fuerte, pero sobre todo, de tiempo? ¿Cómo lo querer al
presidente, si ha logrado que la gente pueda viajar por las carreteras
de forma más segura (o al menos de forma aparentemente más segura)?
¿Como no dar una buena calificación al gobierno, si ha logrado que los
indicadores económicos suban y suban por seis años consecutivos? ¿Cómo
no querer al gobierno, si ahora Colombia esta más en miras de la
comunidad internacional que nunca, y no sólo por ser fabricante de
polvo? Y por último, pero no menos importante, ¿cómo no querer al
presidente, si es uno de lo personajes más apoyados y de mayor
popularidad en los medios (aunque no necesariamente de forma legítima)?

Los hechos hablan, y siendo sinceros, del pueblo colombiano, ¿a quién le
importan los problemas con la corte?

Reflexión: ¿será que el presidente Uribe se está pasando al lado bueno?
Ahí les dejo la hormiguilla.

Saludos.