El adiós

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Atención: he redactado por lo menos cuatro veces este párrafo tratando de advertir del carácter personal de este post. Está intentado para que un puñado de personas específicas, de entre los miles de millones de internautas, lo lea. Si el lector no me conoce es muy probable que encuentre la entrada sumamente aburrida e irrelevante, y si me conoce, también. Aún así lo publico, en vez de simplemente tenerlo en formato físico, estampillarlo y enviarlo por correo a sus destinatarios, por la simple posibilidad de que alguien se pueda identificar aunque sea sólo un poco. No soy de los que escribe cosas personales y las publica, y no pienso empezar a hacerlo regularmente.

El viernes 22 de julio de 2011 tengo que salir de acá. He vivido y trabajado como voluntario en el mismo lugar desde hace unos diez meses y medio. He conocido gente, he mejorado el inglés, he tenido tardes que han parecido infinitas, con tiempo para meditar, con tiempo para perder. He ido a fiestas, he hablado sobre moda, política internacional, perros, gatos, discapacidad, sexo, dinero, literatura, cine, computadores. He dormido en el piso, en docenas de sofás diferentes, en la calle, en camas de hostales de mala muerte y en camas de sobra de casas pertenecientes a prácticamente desconocidos y a inmprácticamente amigos. He viajado en tren, en bus, en metro, a pie, en cicla, en carro particular, incluso en taxi. He tomado cerveza de seis libras esterlinas y de una, he visitado pubs, clubs y bars. Me he sentido solo en más de una ocasión, he extrañado a los míos en Colombia, he visto partir gente que sé que nunca más veré en la vida. He comido una papa gigante con frijoles y atún como almuerzo más veces de las que me hubieran gustado, y he dejado de desayunar por dormir diez minutos de más más veces de las que mi padres querrían saber. Me he ahogado en mi desorden, hasta el punto de empezar a limpiar por mi cuenta, un par de veces. He ido a lugares que me han sorprendido gratamente y a lugares de los que esperaba una grata sorpresa.

De los bafles del bus verde salía una melodía algo conocida: no need to hide, and cry, it’s a wonderful, wonderful life… Mientras, yo miraba por la ventana los campos, los pequeños montes de la campiña inglesa, las casonas, los árboles del camino. Al lado mío, Peter cantaba entusiasmado la canción, a veces confundiendo las letras, a veces simplemente adivinando. El bus paró. Al entrar en mi cuarto, el que ahora considero mi cuarto, vi la maleta que hace casi once meses había empacado en Bogotá. En el centro, rodeada por el desorden, abierta, rellena hasta la mitad con algunas de mis ropas, como esperando a ser desempacada, un recordatorio del poco tiempo que me quedaba. Ahí está, en este preciso instante, abierta de par en par, al lado de los afiches que traje para colgar y que nunca colgué, y del paquete vacío de Coffee Delight que traje para regalar y teminé devorando. Antenoche inscribí materias. Fue como un baldado de agua fría que me hizo caer en cuenta de que en poco tiempo iba a volver, que yo iba a ser esa persona que ellos no volverían a ver en la vida.

Tomé las llaves de la puerta con la mano izquierda y traté de girar la cerradura. Aunque soy diestro, siempre trato de tomar la bolsa pesada con el brazo izquierdo, abrir la puerta con la mano izquierda, dar más pasos con el pie izquierdo al subir la escalera. Al entrar el apartamento, mi mamá me saludó con una expresión que pocas veces había visto en su cara. Luego iría a descubrir la razón: una carta de confirmación. Viajaría a Inglaterra en poco más de medio año, en un programa de intercambio cultural. Mi cabeza se llenó de conversaciones imaginarias con extraños, imágenes de un Londres frío y oscuro, fiestas, conciertos, obras de teatro, convenciones de usuarios de Linux, horas en el gimnasio, viajes por Europa, verano, invierno, primavera, otoño. Los siguientes meses fueron eternos, meses de formación de filas, preparación de papeles para la visa, conversaciones eludiendo el tema con María, conversaciones acerca del tema con María, campamentos de preparación, alistar maletas, comprar regalos, salir un domingo por la madrugada, despedida, lágrimas, abrazos, sorpresas, fila, aduana, sello, avión.

Los sentimientos son encontrados, como esperé que fueran. Y cuando llegue a Bogotá entraré en mi cuarto, y veré mi cama, los cuadros en la pared, los afiches que puse poco antes de partir y que me van a parecer que nunca estuvieron ahí, el piano lleno de polvo a otro lado de la habitación, mi armario y adentro la ropa que decidí no traer. Saldré a dar un paseo por el apartamento y me encontraré de nuevo con los muebles de la sala, con la nevera, con los cuartos de las personas que me fueron a recoger al aeropuerto. Y cuando, depués caer dormido en la cama que una vez fue mía, despierte, murmuraré palabras en inglés acerca de mi sueño, buscaré el celular en la mesita de noche y sólo encontraré muro frío, exploraré con la vista nublada el techo en busca de las fotos de mi familia y hallaré que las caras mirándome serán las reales. Tal vez eso pase, o tal vez duerma y al despertar y ver mi cuarto no esté seguro, por varios minutos, de que lo vivido no fue más que un sueño, uno de esos sueños que solía tener semanas antes de venirme, acerca de cómo iba a ser todo.

Después de pasar una semana en el Festival de Edimburgo haré frente a mi futuro de nuevo en Colombia. Entraré a clases y me preocuparé por trabajos y parciales de nuevo. Volveré a esconder el celular cuando camine por la calle, haré fila en el Transmilenio para entrar a un bus en el que me es imposible leer, volveré a ojear en el periódico noticias de masacres y parapolítica, y una que otra nota que haga referencia a ese mundo en el que yo estuve viviendo alguna vez, ahora inalcanzable y no de mi incumbencia. Caminaré por la noche con un ojo en la espalda y no me atreveré de salir de las discotecas si no es en taxi. La cerveza volverá a valer mil quinientos pesos, las llamadas a celular trescientos y los corrientazos cinco mil. Es posible que, en la noche, depués de todo el ajetreo del día, me conecte a Facebook o Skype y lea con indiferencia fingida sobre las vidas de esos que conocí acá. Apagaré el computador y en algunas ocasiones, cada vez menos, soñaré con Inglaterra. Al despertar la vida continuará, y feliz me volveré a acostumbrar a ser amado por gente a la que puedo tocar con sólo extender la mano; entonces ya no extrañaré a los míos, y el riesgo que supondrá salir a la calle no será más que un costo insignificante comparado con los beneficios.

Simbita, el león de la foto, me ha acompañado a muchos de los lugares a los que he ido. En la imagen está conociendo la nieve a un nivel muy personal.

La rabia hablando

Desperté. Había sido un sueño de esos que me gustan, surreal, raro. Algo sobre algunos caballos galopando a toda velocidad sobre las aguas del mar, entrando a un barco por el costado de babor, subiendo unas escaleras y luego hablándome. Recordaba buena parte al escuchar el sonido que salía de algún lado sobre mi mesita de noche y me recuperó de entre los brazos de Morfeo. Abrí un ojo primero, busqué medio a tientas el teléfono celular y lo silencié. Abrí lentamente el otro ojo; la realidad se hacía más clara a medida que me limpiaba las lagañas y las lágrimas acumuladas debajo de mis párpados se retiraban con cada uno de mis perezosos pestañeos. Nueve de la mañana; tenía que estar listo y ensayando en media hora. Me imaginé a mí mismo en una hora, recitando en susurros pasajes de Shakespeare y estremeciéndome con las canciones que salían de la boca de una encantadora Miranda.

Aún con el teléfono en mano, oprimí con el pulgar derecho la apenas distinguible O roja dibujada en su pantalla. El navegador tardó un poco en abrir; al cabo de unos segundos me encontraba revisando Facebook. Dos mensajes. El usual de María; un zancudo había hecho su noche difícil una vez más. Otro, raro, en mayúsculas; debía haber sido algo grave, teniendo en cuenta el remitente. Aún con la modorra de la noche y debajo de las sábanas, leí. Acabaron de matar a alguien, decía. Un portero, al lado de la iglesia de Pablo VI. Mi sopor se desvaneció instantáneamente; casi saltando me senté en mi cama y leí de nuevo. Necesitaba más información, así que con la mayor velocidad que pude desplacé mis dedos por la pequeña superficie luminosa. El sitio web de El Tiempo; la noticia estaba en la página principal, tal cual me supuse. No mucha información, como es acostumbrado: el celador había intentado evitar un atraco cerrando una reja; los hampones, frustrados, le asestaron un tiro en la cabeza y huyeron en una motocicleta de alto cilindraje. Comentarios culpando al Polo, a Samuel, a Santos, a Uribe.

Un vídeo de Caracol Noticias. Algunos testigos siendo entrevistados, un reportero hablando calmadamente, un comandante de policía dando datos. Retratos hablados, investigaciones; percepción de seguridad, Polo, Samuel, Santos, Uribe; seguridad democrática, microtráfico de drogas, crímenes pasionales, bandas, atracadores, desmovilizados. Y al fondo, aparentemente sólo percibido por mí, invisible pero dando sentido a toda la escena, mi barrio. Esa misma puerta que cerró Sogamoso, el celador, me ha visto pasar incontables veces con destino al parque Simón Bolívar, al muro de tenis, a la biblioteca Virgilio Barco. Aquel suelo sobre el que cayó sin vida el cuerpo de Libardo ha sido testigo de besos, helados, cervezas, sudor, música, libros, bicicletas.

Aunque nunca conocí la pobre víctima, sí conozco a otros celadores del barrio. En alguna ocasión alguno me ayudó a librarme de un borracho molesto que nos perseguía a mis amigos y a mí. En otra, otro me condujo a un improvisado puesto de mantenimiento de bicicletas y sombrillas. Son gente de bien, no le hacen daño a nadie, aparte del ocasional galanteo con alguna de las empleadas de servicio del barrio. Tampoco se puede decir que es sólo culpa de ellos, de todas maneras. Y aunque nunca conocí la víctima, y aunque en Colombia se cometen asesinatos por docenas semanalmente, no pude evitar imaginarme a sus hijos, su esposa, sus hermanos; sus caras llenas de dolor al escuchar de la noticia de boca de algún compañero de trabajo de él, de un descorazonado corresponsal en una pantalla fría y gris, o simplemente no escucharla de nadie, sino de la ausencia de Libardo a la hora del desayuno.

No recuerdo momento alguno en los últimos años en que haya sentido tanta rabia, tanta frustración, tanta impotencia y, nuevamente, tanta rabia por los crímenes que desangran mi ciudad y mi país. Para ser honesto, lo primero que se me cruzó por la cabeza fue escribir al respecto. Desahogarme, decir que no era justo que mataran a alguien por hacer su trabajo, decir que antes me sentía seguro en mi barrio, que al cruzar las rejas dejaba de mirar hacia atrás; decir que mi familia, yo mismo incluso, había ido innumerables veces a esas horas de la noche a comprar leche, pan y huevos, y nunca habíamos sentido que eso era una amenaza para nuestras vidas. Ariel no iba a estar totalmente en La Tempestad en los ensayos, pero al menos físicamente tenía que cumplir.

Tal vez fue mejor no escribir en ese mismo instante: es posible que lo único que de mis dedos hubiera salido fuese un manojo sin forma ni sentido de improperios y boñiga verbal. Fui a los ensayos, aunque mi mente se encontraba a miles de kilómetros, al lado de un cuerpo gélido y rígido cubierto hasta la cabeza por una sábana en alguna morgue de Bogotá. Pero aún después de respirar en inglés antiguo y ventilar la ira, sentí la necesidad de saltar sobre el teclado e imprimir sobre los pixeles algo, lo que fuera. La rabia no estaba en la superficie sino en el fondo, analizada, desarmada, desmenuzada. Convertida en otra cosa, pero no destruída; incluso acá se dieron cuenta que algo no estaba bien, que por mi cabeza subdesarrollada pasaba algo, algo que, supuse, ellos no entenderían.

Imagen por mynameisgeebs

Attenzione!

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Hambre: por alguna razón saciarla, calmarla, destruirla, era más placentero en Italia. Por un extraño motivo los tomates, el pan, el salami o el queso sabían mejor en Venecia, entre la multitud de turistas de todas las latitudes, de lo que nunca antes me habían sabido. Puede que fuesen hechos con los mismos ingredientes y de la misma manera que en el resto del mundo, puede incluso que hubiesen sido importados; pero el hecho de no estar comiendo tomate sino pomodoro, no pan sino pane, y de ver las gondole pasar por debajo del Ponte dei Sospiri hizo que, de alguna u otra manera, la comida se me hiciera más deliciosa.

Venecia no es Italia: hay muchos turistas. Eso me dijeron en alguna ocasión cuando tal vez mencioné que iba a la bota. Pero me pareció que detrás de todos los turistas, oculta por las hordas de asiáticos que usan cámaras réflex digitales como si fueran iPhones, escondida tras los guías hablando a sus grupos en infinidad de idiomas no relacionados con el latín, se podía sentir un poco el alma de la ciudad, el día a día, el espíritu italiano. Tal vez me equivoque: después de todo nunca antes había estado en Italia, y sólo estuve por dos días.

Supongo que es algo que pasa en todas las ciudades turísticas. Una vez se logra mirar por debajo de las murallas de Cartagena, se descubre lo crudo de su realidad; después de mirar el Támesis desde una cápsula del London Eye, después de visitar el Big Ben y oírlo dar las doce de la noche dando paso a una nueva semana; después de posarse en el medio del Tower Bridge, justo ahí donde se abre, ya Londres no se siente como la ciudad megaturística que es, sino como el lugar donde viven millones de personas cuyas vidas transcurren como las de cualquier otra. Algunas de ellas conocidas por mí.

Aún así, aunque no estuve en Venecia más de lo estrictamente necesario para caminarla de un lado a otro, supe que estaba en Italia y traté de sentirlo. Y creo que lo logré. Porque a la hora de comprar los ingredientes de los panini me era más útil el español que el inglés. Por notar la existencia de aquellos callejones vacíos, detrás de los puestos comerciales y lejos de la muchedumbre, donde descansaban sin que nadie los viera los insumos de tienda tras tienda. Por escuchar tenderos cuchichear entre sí en un fluído italiano: hablar, gesticular, mover las manos airadamente, reír, callar, y por último dirijirse a nosotros con un sonoro “ciao, si?”.

Depués de que mis ojos se perdieran innumerables veces viendo el mapa del librito sobre Venedig que traíamos desde Viena, comprendí que memorizar los nombres de callejuelas no nos iba a ser de gran ayuda; nos encontramos en medio de lo que, supongo, podrían llamarse casas típicas venecianas, sin un turista a la vista. Eso pasó varias veces, momentos en los la única solución vislumbrable era caminar sin rumbo hasta encontrar algún letrero que dijera, por alguna buena suerte, Alla Ferrovia o Per Rialto. Eso seguramente nos iba a llevar a alguna calle principal, de nuevo inundada de visitantes y vendedores, y donde el inglés era de nuevo útil en algún sentido. Una vez allí, el librejo podía ser de alguna ayuda.

Sí, fue una experiencia de nunca olvidar, de repetir. Y luego de salir del shock que supone pagar alrededor de siete euros por un tiquete en bus (bus acuático, por entre los canales, sí, pero bus al fin y al cabo) miré fijamente la ciudad, como flotando suavemente sólo algunos metros sobre las aguas. Hermosa. Por alguna razón recordé aquellas tomas de la película de 2003 The League of Extraordinary Gentlemen que mostraban lo que supuestamente eran las profundidades de Venecia, debajo de la ciudad. Y, cuando al bajarnos del barco-bus en la parada más cercana a la Piazza di San Pietro lo primero que volví a escuchar fue el Attenzione! de los cargadores de alimentos que van y vienen de un lado a otro, halando y empujando carretas repletas de víveres, respiré profundo y eché a andar. Quanto costa?, pregunté entonces señalando una porción de pizza. Due Euro, me respondió una voz infinitamente más segura se sí misma que la mía. Sí, la pizza también supo mejor.

El manjar predilecto de los espíritus selectos

Nada mal, para una persona entre cuyos sueños de toda la vida se encuentra el humilde deseo de viajar y conocer el mundo, suena el hecho de hablar español como lengua materna. El español, por encima de todos sus diferentes sabores, es la segunda lengua más hablada en el mundo de forma nativa, y la tercera (o cuarta) en cuanto a número de hablantes totales, sólo por detrás de el Chino y el Inglés. Latinoamérica (contando a Brasil) comprende cerca del 14% de la superficie terrestre no cubierta por océanos o mares. Sin Brasil calculo un 10%, siendo amable con la tierra de las garotas.

El español es uno de los idiomas oficiales de la Unión Europea; España es uno de los países más turísticos y económicamente competentes a nivel mundial. El lenguaje de Cervantes es también ampliamente hablado en Estados Unidos, donde residen más de 45 millones de hispanos. No creo equivocarme al escribir que las ciudades más importantes del mundo, esas que solemos llamar metrópolis, que empujan y halan la economía mundial y están a la vanguardia en tecnología y moda, tienen comunidades hispanas de respetable tamaño. Londres o Nueva York entran en la lista. Sí, hablar español no debe ser una mala idea. Por lo menos eso quiero creer.

Considero que mi dominio del español está por encima de la media. No quiero parecer pedante con esta afirmación: no lo considero perfecto, ni siquiera se acerca a muy bueno. Simplemente un poco por encima de la media (que no es gran cosa, después de todo). Pero, ¿por qué conformarme sólo con español? Tarde me he venido a dar cuenta de la exquisitez que supone aprender varios idiomas. Perezosamente salgo de mi lerdez y reconozco hacia mí mismo que me gusta ser capaz de comunicarme con personas habitantes en otros lugares diferentes a ese exiguo 10%… y minorías en un puñado de ciudades.

El siguiente paso lógico es el inglés. De los artículos desparramados por los numerosos servidores que componen la Wikipedia, esa especie de utopía de estudiantes de bachillerato, cerca del 22% están escritos en la lengua de Shakespeare. Unas tres veces los escritos en alemán, y cerca de cinco si hablamos del español. Las razones no lógicas (poderío económico e intelectual, población neta, entre otras) que le doy a tan abrupta diferencia son tema de otra entrada (que se está cocinando en borradores desde hace más de lo que me gustaría admitir y, lamentablemente, es probable que nunca vea la luz), pero los hechos son los hechos: en inglés hay más información que en español, mucha más.

El inglés, además, es el idioma de los negocios hoy por hoy. Estados Unidos de América, gústele a quien le guste, sigue siendo la potencia económica número uno en el globo (aunque según la mayoría de los letrados en economía global, no por mucho tiempo) y, gracias a su persistente liderazgo a lo largo del anterior siglo y de lo corrido de este, el inglés se alza como la lengua preferida a la hora de  aprender un segundo idioma por parte de la inmensa mayoría de los habitantes de este planeta. En ese sentido, no me importa ser simplemente uno más del montón. Coincido con la visión del físico Michio Kaku cuando dice que (en inglés), muy probablemente, en el futuro las personas hablarán su idioma nativo para, como segundo idioma, hablar un lenguaje que les permita comunicarse con el resto del mundo. Y el inglés está llamado a ocupar ese hueco.

Ya he tenido una muestra de lo que se siente al poder hablar sobre prácticamente cualquier cosa con gente de lugares totalmente diferentes. De repente me he visto envuelto en acaloradas conversaciones, acerca de la energía de los perros, en un pub inglés en compañía de un japonés, una turca y una china. Me gustaría saber si me sonrojé al, después de un par de cervezas, descubrir que seguramente del grupo yo era el que la tenía más fácil con el inglés. En todo caso me temo que esa información nunca llegará a mis manos. El punto es que aprender inglés es, básicamente, globalizarse. Y actualmente hacerlo es más fácil que nunca.

Después del inglés mi objetivo principal cambiará: trataré de hacerme entender en el idioma Goethe. Sí, falta que corran ingentes cantidades de agua por debajo del puente hasta que eso pase, pero tengo confianza en que eventualmente estaré recorriendo ese camino. Para aprender alemán mis razones son muy diferentes. Por un lado, simplemente sucede que me encanta el sonido de ese idioma. Por otro lado, acontece que mi padre vivió en tierras teutonas durante un buen manojo de años antes de tener planes acerca de mí; por consecuencia mi niñez está plagada de referencias a Alemania y su cultura. Se podría decir, pues, que mis excusas están ancladas en mi subconsciente. También es de rescatar la comida alemana, que logró sorprenderme muy gratamente al comer hasta el cansancio cuando fui a Alemania en las últimas fiestas de navidad y año nuevo.

Pensándolo bien, el alemán también es un idioma de negocios. Alemania está ubicada en toda la mitad de Europa occidental; Frankfurt es la sede financiera más importante de Europa después de Londres; Alemania, Austria y Suiza (en alemán) se cuentan entre los verdaderos motores del éxito que ha sido, en general, la U.E.

Hoy voy a pecar de soñador empedernido y sin remedio. Aún no he terminado de aprender inglés y ya estoy pensando en mis metas dos idiomas después. Sí, después de aprender alemán espero tener la energía suficiente para dedicarme al estudio de incluso otro idioma. Pero no se por cuál decantarme. Por un lado está Francés, ese idioma que todo el mundo ama por su sonido. El idioma de la moda y del amor. Francia también es potencia económica mundial, y el francés es hablado en numerosos países, incluyendo Canadá, Bélgica, Suiza y varios países africanos. Por otro lado cruza por mi mente el portugués, principalmente debido a el crecimiento que se estima que tendrá Brasil en los próximos lustros. Brasil y México son los gigantes de la región (Latinoamérica) y, como he dicho antes, el español lo tengo en un nivel muy aceptable. Además, se antoja fácil aprender portugués, dada su similaridad con el español. Por último está el italiano, simplemente por capricho.

El latín es el manjar predilecto de los espíritus selectos, solía decirme mi padre que solía decirle a él un antiguo maestro de sus épocas de bachillerato, tal vez con la esperanza de que yo lograra perfeccionar aquella antigua lengua casi divina, madre. Aunque francamente dudo mucho que aprenda una lengua como el latín o el esperanto, sí espero ampliar mis horizontes en cuanto al aprendizaje de idiomas. Será un proceso largo y penoso, de eso estoy seguro, pero creo que al final valdrá la pena. Y esta entrada es en parte para hacerme prometer a mí mismo que lo lograré, y en parte para actualizar el blog con algo. Después de todo es probable que, dado el descuido absoluto en el que lo he tenido a lo largo de los últimos meses, mi próximo post sea en hindi. También me interesa.

Imágenes por xbettyx y MeganMorris

El riesgo es que te quieras quedar

Es siempre un yunque pesado con el que un colombiano tiene que cargar en el exterior, por el sólo hecho de ser colombiano. A donde quiera que vayamos la gente siempre nos preguntará si conocimos a Pablo Escobar, si hemos visto los cultivos de coca, si somos de las FARC o si para nuestro próximo viaje nos pueden encargar unos kilitos para volverse millonarios. Más de una vez se preguntarán tontamente cómo es que no somos asquerosamente ricos, si la droga se vende tan bien en las calles del mundo desarrollado. Por más campaña publicitaria de el riesgo es que te quieras quedar que nuestro ministerio de relaciones exteriores haya expandido como la pólvora al rededor del mundo, parece ser que nadie puede borrar de las mentes de los habitantes de los otros cientos de países del globo esa imagen de Colombia como el país exportador de droga que fuimos y desafortunadamente somos y seremos.

A lo largo del poco tiempo que llevo viviendo en el exterior esa es a una de las tristes conclusiones que he llegado. Es muy poca la gente que me ha preguntado por los paisajes, por la comida o por la gente, comparada con los que me han preguntado por droga. Es por eso que aún estoy impresionado gratamente al ver que una amiga, no colombiana, que estuvo viviendo en mi país por un año, ha vuelto a su natal Austria y tiene, entre otras cosas, una gran bandera de Colombia pegada a la pared de su habitación, por lo que me pareció haberme percatado justo sobre la cabecera de su cama. Es difícil de creer que alguien como ella, tan primermundista, tan desarrollada, tan avanzada tecnológica y socialmente y sobre todo, viviendo en un mundo tan radicalmente diferente a lo que muchos de nosotros aún llamamos la patria boba, lograra desarrollar tanta empatía por la tierra que vio parir a Rojas Pinilla. Me refiero, por supuesto, a Tunja.

Y siguiendo con la cadena de pensamientos llegue a la conclusión de que, a lo mejor, muchos de nosotros como colombianos no sabemos en realidad lo que tenemos. Y de que tal vez, sólo tal vez, aquellos miles de extranjeros que aman a Colombia lo hagan por algo. Es posible, en ese caso, que lo bueno de Colombia sea algo más que los hermosos paisajes y las playas de siete colores. Es posible que lo bueno de Colombia sea algo no natural; es posible, incluso, que la actividad humana sobre aquel pedazo de planeta llamado hogar por más de cuarenta millones de esos mismos humanos haya dejado, después de todo, algo notable, algo bueno.

Muchos concordarán conmigo cuando digo que parece ser que los extranjeros que nos visitan conocen más lugares turísticos de nuestro país en dos semanas que los que nosotros hemos conocido en todas nuestras vidas. No sólo es que parezca ser, es que es. Aunque es posible que este sea un comportamiento del ser humano en general al, por ejemplo, mandar gente al espacio antes de haber explorado un poco más a fondo, valga la redundancia, el fondo de nuestros océanos, no puedo evitar cerrar animando al colombiano habitante de Colombia, si tiene los recursos, a que viaje por el país y trate darse cuenta por sí mismo que, después de todo, no todo es color de hormiga.

Imagen de Lucho Molina